El sol se filtraba perezoso a través de las persianas entreabiertas, dibujando rayas doradas sobre las sábanas revueltas. Lucía emergió del sueño como quien sale de aguas profundas, con esa sensación de estar flotando entre dos mundos. Sus párpados se alzaron lentamente, y lo primero que percibió no fue la luz, sino el eco persistente de una presencia ausente.
Dos días. Cuarenta y ocho horas desde que los labios de Daniel habían trazado mapas secretos en su piel, desde que sus manos habían descifrado cada suspiro, cada estremecimiento. Imaginó a la oficina de Daniel que parecía conservar aún la huella invisible de aquella madrugada —el aire espeso de promesas cumplidas, el perfume fantasmal de su colonia masculina entremezclado con el aroma a canela de las velas que había encendido.
Se incorporó en la cama, y el contacto de las sábanas contra su piel desnuda despertó una cascada de sensaciones. Era como si su cuerpo tuviera memoria propia: la curva donde él había apoyado la frente mi