El calor del cuerpo de Daniel era medicinal, un bálsamo que penetraba a través de la seda de la blusa de Lucía y se instalaba en sus músculos tensos como aceite tibio. Era la primera vez en días que su sistema nervioso se permitía relajarse, que sus defensas se desmantelaban lo suficiente para reconocer que era una mujer que necesitaba algo más que café y determinación para sobrevivir.
Daniel la atrajo más cerca —no con la manipulación experta de Marco, sino con la necesidad genuina de un hombre que había descubierto que el contacto humano auténtico era el único antídoto contra la soledad que lo había estado consumiendo durante años. Su brazo rodeó la cintura de Lucía con una naturalidad que trascendía la técnica.
Lucía se acurrucó contra él, sintiendo el latido de su corazón contra su espalda. Era un ritmo constante, fuerte, que contrastaba dramáticamente con el caos exterior. Aquí, pensó, en este espacio de unos pocos centímetros cúbicos, el mundo tiene sentido. El latido se convirt