02.

CHRIS

Las personas van y vienen a mi alrededor. Veo reuniones, despedidas, incluso veo familias apenas presentándose en el sector de llegadas internacionales que es donde espero.

Mi amado hijo me llamó para darme la noticia que ya esperaba hace unos días. Algo que pasaría porque también recibí la carta que anuncia el inicio del juicio, lo que obliga a todos los implicados a estar en el país, incluida Sophie.

No voy a negar que no tengo los nervios a flor de piel porque estaría mintiendo. Mi corazón palpita como un hijo de puta, todo apresurado, mientras que a mi alrededor veo pasar las personas que no tienen idea de lo que estoy sintiendo.

Es como si fuera a desmayarme. Así de mal me pone saber de ella.

Pasamos tantas cosas juntos y terminamso de tan mala forma que el saber que la veré después de tantos años me da un no sé qué en el centro del estómago que me pone como un maldito loco desquiciado.

Es una brutalidad de emociones, como si mi propio cuerpo quisiera entrar en shock para no tener que enfrentarme al pasado que nos alejó de una forma tan hiriente. Una forma de la que soy completamente responsable.

Soy consciente de que no querrá verme, ni hablarme. Y si lo hace será solo para mantener las formalidades frente a nuestro hijo, pero la conozco demasiado bien. Tanto que no son necesarias las palabras para saber qué es lo que piensa, así que no podrá ocultar su desagrado por mí.

Y no la culpo. La cagué tanto que terminé por alejarla a miles de kilómetros de distancia donde pensó que encontraría la felicidad. O la encontró en serio, no estoy seguro de esto.

Nervioso, me quedo de pie esperando que alguno de los aparezca entre el tumulto de personas que van saliendo, hasta que finalmente lo veo.

Como si me viera a mí mismo a un espejo, mi pequeño niño levanta la mirada buscándome y cuando me encuentra, sonríe abiertamente, dejándome saber que está feliz de verme, lo que siempre me pone de buen humor.

Como si el corazón me fuera a estallar de la felicidad que siento al verlo, levanto los brazos para que no me pierda de vista y avanzo entre las personas también buscándolo, desesperado por sentir a mi hijo cerca de mí luego de tantos meses separados.

Entonces ocurre. Mi corazón se encuentra casi completo cuando lo tengo en mis brazos, besando su coronilla y luego sus cachetes.

—¡Mi pequeño valiente!—digo entre besos que lo ponen todo colorado—. Te eché tanto de menos, saltamontes. ¿Cómo has estado? ¡Estás más alto!

Se aleja todo quejoso.

—¡Ya, papá! Ya sé que te da gusto verme y a mí también, pero me averguenzas—dice, mirando a los lados, a unas niñas que se ríen con disimulo.

Lo vuelvo a traer a mis brazos.

—Quéjate todo lo que quieras, pero no dejaré de abrazarte, ¿de acuerdo? Eres mi hijo, mi niño, mi orgullo. Que el mundo sepa que te amo más que a mi vida.

Mi solemnidad en mis palabras lo hacen carcajearse y al fin volver a ser el pequeño niño que tanto amo y a quien le importa una m****a quien lo vea, abrazando a su viejo padre de regreso.

—El vuelo se retrasó un poco. Había mal clima en algunas partes, pero llegamos al fin—me comenta al alejarnos—. Mamá ya debe estar por bajar.

—¿Le pasó algo?

—Estaba algo indispuesta.

Le sonrío para darle tranquilidad. Sé que su indisposición se debe a tener que regresar al país cuando sé que es lo menos esperaba tener que hacer. Además, regresar por voluntad propia es una cosa, ahora, regresar por obligación es una muy distinta.

Seguramente no estaba lista, quizás ni siquiera había planeado regresar al país en un futuro cercano y de la noche a la mañana tuvo que hacerse a la idea de que tendría que volver. Y eso no es fácil para nadie.

Alejo a mi hijo un poco de la multitud cuando él señala a una parte.

—¡Ahí viene! ¡Mamá, estamos aqui!

Mi corazón se paraliza. Se supone que después de tanto tiempo no debería de sentir nada, pero ¿cómo podría no hacerlo? Nuestro pasado, el amor que nos tuvimos, todo lo que vivimos juntos, son lazos irrompibles entre nosotros. Por supuesto que voy a reaccionar de esta forma al verla, aunque no podría decir que el sentimiento sea mutuo.

Mi Sophie o mejor dicho, quién solía ser mi Sophie, cambió por completo su paleta de colores pasteles y vívidos para vestir por uno más oscuro optando por un conjunto negro con lentes a juego que me impiden ver sus ojos cuando ambos quedamos a pocos metros de distancia, solo mirándonos.

Para mí es imposible mantener la distancia. Mis manos duelen por la necesidad qeu tengo de darle un abrazo, pero desde un comienzo ella deja en claro que una pared nos divide así que no insisto.

Después de ser yo la razón por la que firmamos el divorcio, no me veo exigiéndole absolutamente nada.

—Sophie—susurro, maravillado con la idea de tenerla aquí, después de tanto tiempo.

Su mirada recae en mí, pero gracias a los lentes no puedo verla.

—Hola—responde a secas, tomando el asa de su maleta—. Vámonos, cariño.

Su tono de voz cambia cuando mira a nuestro hijo y lo comprendo. Se siente extraño el estar ahora entre nosotros porque como dije, no terminamos de una buena forma. De hecho no hemos ni siquiera hablado en todo este tiempo así que estoy en las malditas nubes en estos momentos porque intenté durante mucho tiempo el recordar cómo sonaba su voz y no lograba dar con el tono correcto hasta ahora.

Caminamos juntos hacia afuera, yo cargando las maletas de mi niño solamente porque por más que intenté tomar las suyas, no me dejó.

—Tengo mi camioneta por allá—menciono, al ver que se detiene.

Ella sacude la cabeza, mirando hacia los taxis.

—Nos iremos en taxi.

Max se voltea a verla.

—Mamá, tenemos que ir en la camioneta de papá, es espectacular.

Ella fuerza una sonrisa. La conozco demasiado bien.

—No, amor. Trajimos muchas cosas y...

—La camioneta tiene espacio—insiste—. Por favor, quiero ir con papá, ¿sí?

Guarda silencio un par de segundos hasta que, puede que por la mirada que él le está poniendo con pucheros y todo, sea lo que la convence de no seguir insistiendo en algo que no va a pasar.

—Bien. Vamos.

Max está festejando. Cuando vino la última vez fuimos juntos a retirar la camioneta de la concesionaria así que la escogimos juntos. Le fascinó, y a mí igual. Es modelo es reciente, casi no hay en el país más de las mismas, lo que le gustó más.

Cuando llegamos él da saltitos de felicidad abriendo la parte trasera cuando su madre interrumpe.

—Ve adelante, hijo. Disfruta.

—¿De verdad, mamá? —ella asiente así que voltea a verme—. ¿Puedo, papá?

Acaricio su cabellera.

—Claro, campeón. Es toda tuya también.

—¡Sí, gracias a ambos!

Es un niño tan bueno que cuando volteo a ver a Sophie noto que ambos estamos sonriendo, aunque ella lo oculta de inmediato, acomodando sus lentes.

—Fue un gran gesto—comento, intentando sacarle conversación, obteniendo solo un ajá de su parte—. Permite que suba las maletas, por favor.

—Como quieras.

Esa es toda la respuesta que me da antes de subir a la camioneta, en la parte trasera, de mi lado. Algo inteligente porque sabe que de esa forma no podré verla por el espejo.

Cierra la puerta suavemente mientras no dejo de reírme en voz baja pues esperaba un portazo, pero supongo que se va a comportar en presencia de Max. Y la entiendo.

Cuando rompí su corazón nuestro pequeño tenía apenas un año de nacido. Fue lo más que aguanté, y desde enotnces él ha crecido con esta rutina de m****a de tener que venir a verme acompaño de una azafata o una niñera contratada por mi parte para que lo traiga conmigo a salvo, ya que desde entonces ella no ha querido volver a ver mi cara. Y respeto eso.

Siempre lo hice.

Soltando un suspiro me aproximo a mi lado del conductor. Mi hijo está tan emocionado que hasta se puso el cinturón de seguridad y eso que él jamás lo hace.

Durante todo el camino me platica del vuelo, de lo que comió, de lo que le dijeron sus amigos por estas mini vacaciones como él las llama, lo que capta mi atención sobre el hecho de que no tiene idea de qué es lo que está pasando.

Miro por el espejo de vez en cuando a Sophie, quien mantiene la mirada fija en la ventanilla esperando el momento en el que tenga que bajar del coche.

Conduzco por más de una hora, ingresando en la ciudad que tiene maravillado a mi niño. Según él, en Londres todo es oscuro y casi sin color alguno mientras que aquí las casas relucen por los llamativos colores que algunas familias escogen para sus casas.

Es impresionante si lo vemos desde la perspectiva de un niño.

—Estas casas son enormes—comenta, aferrándose a la ventana—. Mamá, ¿la casa de la abuela es así de grande?

Max habla de mansiones, pero Sophie le sonríe levemente, sacudiendo la cabeza.

—No, amor. La abuela tenía una casa modesta, sin muchas cosas llamativas, pero bastante hogareña.

Veo un poco de desilusión en el rostro de mi hijo.

—¿Y no podemos quedarnos en casa de papá?

Por el espejo noto cómo su madre aprieta la mandíbula.

—No. No podemos—le responde.

—Bueno, si quieres eso, hijo, sabes que puedes quedarte conmigo—comento, obteniendo su mirada en mí—. Mamá puede quedarse en la casa de la abuela.

—Pero hay espacio en tu casa.

—Sí, lo sé, pero mamá...

—Mamá quiere tener privacidad—me corta ella—. Y te quedarás conmigo, Max. No hay discusión en eso.

Nuestro hijo forma un puchero con sus labios.

—Como dije, mi casa es...

—Tú casa—dije de forma tajante una vez más—. Vamos a la abuela, no hay discusión.

Ambos nos quedamos callados. Mi hijo entiende a su madre pues tampoco dice nada más y aunque sé que me fascinaría, al igual que a él, el tenerlos a ambos en casa, las cosas con Sophie no están en ese punto donde podamos decir que finalmente vamos a convivir.

Ahora somos dos extraños. Sin importar cuánto me esfuerce por creer que seguimos siendo los mismos, ella está tan cambiada que sería imposible creer que hay algo de la antigua Sophie en ella.

 —Tu abuela estará feliz de verte—le digo a mi niño, quien sonríe abiertamente olvidando el momento anterior—. Compró muchas cosas para la casa, te gustarán.

—Ya quiero verla.

—Quizás mañana si mamá de acuerdo.

Miro por el espejo retrovisor a Sophie asentir.

—Siempre que él quiera ir, puede—comenta, dejando en claro que no piensa charlar demasiado y la entiendo, por eso no digo más nada.

Solo conduzco por el barrio hasta llegar a la propiedad que solía ser de su madre. Cuando Sophie se fue del país la casa quedó casi abandonada. Sin importar el cuidador que pusiera, nadie le daba a la propiedad la atención que se merecía así que me hice cargo sin que lo supiera.

Mantuve el jardín, hice algunos arreglos y hasta hice una expansión de un segundo piso porque Max iba a necesitar su espacio.

—¿Qué m****a es esto?— la voz de Sophie me deja pasmado.

Ella baja del vehículo y a mí me cuesta un poco comprender su tono. Si está molesta, sorprendida o incluso un poco furiosa, no lo sé, pero bajo de todas maneras a acompañarlos.

Mi hijo mira emocionado la casa que tiene un aura bastante especial por el jardín cuidado mientras que su madre se mantiene quieta observando lo mismo.

Gano tiempo bajando las maletas las cuales acomodo en la entrada de la casa. Max se une a mí adentro. Tengo la llave desde el tiempo en que estábamos juntos y aunque sé que eso le molestará, me llevo a mi hijo para que pueda procesar todo en paz.

Dentro de la casa las cosas están limpias. Contraté a un grupo de limpieza para dejar todo lo más aseado posible. También está llena la alacena y el refrigerador pues supuse que le ahorraría bastante trabajo.

Hice esto con demasiado cariño. Mi hijo necesita tener un lugar habitable desde el primer momento y soy lo bastante consciente como para saber que pude haberlo hecho por mi cuenta como para esperar que ella se hiciera cargo de todo apenas entrara al país. Así que lo hice.

—¡Esto es hermoso!—dice Max—. Es más linda que nuestro apartamento en Londres.

Frunzo el ceño al verlo.

—Dijiste que era un buen lugar.

Se encoge de hombros.

—Es pequeño. Roger dice que pronto tendremos una casa nueva, pero no sé.

—¿Roger es tu amigo?—pregunto, confundido.

—Sí.

Max me abandona para ir a recorrer la casa. Yo camino por detrás esperando ansioso mostrarle su cuarto, cuando Sophie me toma del brazo deteniendo mi paso.

Puedo sentir su aura y sé que está bastante molesta, sin embargo le muestro una leve sonrisa para que entienda que no vengo a discutir. Solo quiero que estemos en paz. Como antes.

—¿Qué significa esto?—pregunta, con los dientes apretados.

—Te fuiste y la casa se estaba cayendo a pedazos—admito—. ¿Pensabas traer a mi hijo a vivir en una casa destruida? No lo iba a permitir.

Ella sacude la cabeza.

—Esto está hecho desde hace tiempo. ¿Cómo te tomas esos atrevimientos?

Alzo ambas cejas, incapaz de creer cómo me habla.

—¿Disculpa? Hice algo bueno por ustedes, por ambos, porque quiero que estén bien. ¿Cómo eso es algo malo?

—Es casi acosador. ¿Cómo tienes una llave de la casa de mi madre fallecida cuando llevamos tiempo divorciados? ¿Entiendes lo loco que eso suena? Por favor.

Suelto un suspiro, sacudiendo la cabeza.

—El cuidador que dejaste, que por cierto no cuidaba una m****a, me la dió cuando se la pedí.

—¡Le he estado pagando a ese hombre todos los meses sin falta desde que mi madre falleció!

—Y aquí está el dinero—señalo la casa—. Lo usé para reparaciones, para pagar los arreglos, para comprar nuevos muebles, todo.

Ella me mira con el ceño fruncido.

—¿Por qué lo hiciste? Eso no te correspondía—repite.

—Quiero que mi hijo esté bien. Si va a vivir aquí debe tener una casa con todas las comodidades como se merece. También la alacena está llena igual que el refrigerador, te aviso antes de que lo veas y te vuelvas loca.

Ella rueda los ojos.

—¿Se supone que tengo que agradecerte por esto?

—Vamos, no seas tan dura conmigo. Solo hice un buen acto, nada más.

—Sí, seguro, porque tú siempre haces cosas buenas por los demás sin esperar nada a cambio, ¿cierto?

Frunzo el ceño ahora yo.

—¿A qué viene eso?

—Déjalo, de todas formas no pienso explicarte nada—me corta, mirando toda la casa como quien no quiere la cosa, pero la conozco, le fascina—. Gracias, supongo.

—De nada.

—Ahora necesito una cuenta para devolverte todo el dinero que gastaste en las expensas—dice, sacando de su cartera una chequera y un bolígrafo, mirándome fijo.

Podría solo fijarme en eso, sin embargo lo que me llama la atención es la sortija que presume en su dedo donde antes solía estar su sortija de matrimonio.

Sortija que ambos compartíamos.

—¿Qué es eso?—pregunto, en un hilo de voz lo que me sorprende porque no creo jamás tener el puto valor para hacer esta pregunta de nuevo.

Sophie mira su mano y la sinverguenza la levanta, enseñando el anillo de compromiso.

—¿Qué esperabas?

—Sophie...

—Tú me dejaste. No tienes derecho a preguntar nada sobre mi vida, mucho menos a quejarte así que por favor, vete. Enviaré el dinero a tu casa.

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