50.
ROGER
La pantalla del televisor ilumina el departamento con una luz azulada que vuelve todo irreal. Londres despierta del otro lado de las ventanas, gris, ordenada, ajena. Yo no.
La imagen aparece sin aviso, como una bofetada: el coche, el beso, la cercanía que no debería existir. El zócalo rojo corre debajo con palabras que conozco demasiado bien. Regresaron. Juicio. Reencuentro. El presentador habla con esa voz neutra que pretende ser objetiva mientras destroza algo que yo creí estable.
No respiro.
El control remoto se me resbala de la mano y golpea el piso. El sonido es seco. Me quedo de pie, inmóvil, mirando la pantalla como si pudiera desmentirme a mí mismo. Pero no. Es ella. Es él. La mano en su nuca. El gesto que reconozco porque lo imaginé demasiadas veces. Porque siempre supe que existía.
—No —digo, en voz alta, y mi voz suena ajena—. No.
El noticiero sigue. Hablan de regreso, de pasado compartido, de un hijo en común. De una historia que no se terminó nunca. Cada palabra ca