El despertar fue lento.
Doloroso.
Pesado.
Aria abrió los ojos con dificultad. La luz blanca le quemó la vista y un mareo la obligó a gemir bajo. Estaba sentada. Atada. Las muñecas sujetas a una silla metálica. El frío del lugar le atravesaba la piel.
—Tranquila… —dijo una voz masculina desde la penumbra—. No te esfuerces.
Ella levantó la cabeza de golpe.
Él estaba frente a ella.
Sin máscara. Sin prisa.
El Águila Dorada.
—¿Dónde estoy? —preguntó Aria, con la voz ronca pero firme.
Él sonrió como si esa firmeza le divirtiera.
—En un lugar donde nadie puede oírte —respondió—.
Ni tu esposo.
Aria tensó el cuerpo.
—Victtorio va a venir —dijo—. Y cuando lo haga…
—¿Qué? —la interrumpió él, inclinándose un poco—.
¿Me matará?
La risa que soltó fue suave. Horrible.
—Eso es lo que él cree —continuó—.
Pero hay guerras que se ganan antes de que empiecen.
Aria lo miró con odio.
—No eres nada comparado con él.
El Águila Dorada se acercó despacio. Se agachó frente a ella, quedand