Aria lo entendió antes de que nadie se lo dijera.
No fue por las armas.
Ni por la velocidad del vehículo.
Ni siquiera por el silencio tenso de los hombres que la rodeaban.
Lo entendió porque ya no sentía un solo miedo… sino dos.
El recuerdo de Victtorio seguía clavado en su pecho como una marca invisible: su voz, su dominio, esa forma peligrosa de mirarla como si el mundo entero le perteneciera.
Pero ahora había otro.
Más frío.
Más calculador.
Sin deseo visible… solo posesión estratégica.
Aria apretó las manos contra su regazo.
—Arthur… —susurró sin darse cuenta.
Y entonces lo supo.
Arthur había perdido.
Y ella… había cambiado de jaula.
Sofía estaba a su lado, pálida, temblando, aferrada a su brazo.
—Aria… —murmuró—. Esto no es Marchetti.
Aria tragó saliva.
—No… —respondió con la voz rota—.
Esto es peor.
Miró por la ventana.
La noche parecía cerrarse sobre ellas.
Y por primera vez entendió algo aterrador:
ya no era solo una guerra por control… era una guerra por venganza.
Arthur despe