Capítulo: El destino bajo la luna
(Perspectiva de Diana)
El silencio después del dolor no suena vacío: vibra. Se queda vibrando en el fondo del pecho como una cuerda tensa que no termina de romperse. Yo lo escuché esa noche, ahí, entre los pinos. Permanecí un largo rato sin moverme, con el rostro enterrado en el pecho de Claus mientras Nikolai me acariciaba el cabello en un intento inútil por calmarme. La respiración me salía a golpes y, aunque el llanto se había detenido, el hueco que dejó seguía latiendo con la fuerza de una herida recién abierta.
Finalmente levanté la cabeza. Sentí la pegajosidad salada en las mejillas, el frío de la noche mordiendo la piel. Mis ojos, enrojecidos y húmedos, brillaban bajo la luna.
—Debemos volver… —susurré, y oí mi voz ajena, quebrada—. Nadie puede saber lo que pasó.
Ellos se miraron entre sí. Reconozco ese intercambio silencioso desde que somos niños: Nikolai y Claus hablan con los ojos, con el ceño, con la mandíbula; hay un hilo mental entre ello