El aire estaba cargado de júbilo aquella noche. La manada Luna Creciente se había reunido entera para celebrar el cumpleaños número dieciocho de Diana, la hija de sus alfas, la princesa indomable de cabellos rojizos y ojos intensos como brasas. El campamento rebosaba de luces, guirnaldas y aromas dulces que se mezclaban con la música de tambores y flautas.
La muchacha había crecido bajo la mirada de todos, y verla convertirse en adulta era motivo de orgullo. Niños corrían entre las mesas, ancianos narraban historias de las gestas de antaño, y los guerreros compartían jarros de hidromiel, alabando la prosperidad de la manada. Adrián, su padre, observaba con esa sonrisa serena que lo distinguía, mientras su madre no podía contener las lágrimas al recordar que, apenas ayer, esa joven había sido una cachorra en sus brazos.
Los gemelos, Nikolai y Claus, imponían con su presencia. A sus veintiún años eran figuras altas, fuertes, y ya habían probado su fuerza en el campo de batalla. Sus risa