Diana salió de su habitación con paso firme, los ojos enrojecidos y el aura encendida como un incendio contenido. Apenas la vieron, Nikolai y Claus entendieron: ya lo sabía. La noticia de que Erik y Betany eran destinados había llegado hasta ella, y no necesitaban preguntar cómo.
Su respiración era entrecortada, las manos crispadas a los costados y los músculos tensos. Nil, su loba, estaba demasiado cerca de la superficie, reclamando control. El fuego en su mirada era el de una bestia herida, dispuesta a destrozar todo lo que se interpusiera en su camino.
—Diana… —intentó hablar Nikolai, pero ella ya caminaba con dirección a la casa de los betas.
Cada pisada era una amenaza. El aire alrededor de ella vibraba, cargado de un poder latente que cualquiera podía sentir. Sus hermanos se adelantaron, bloqueándole el paso.
—Apártate, Nikolai —gruñó, la voz quebrada pero afilada.
El mayor no respondió de inmediato. La miró de frente, con firmeza, y reconoció la furia en esos ojos que ya no era