Cuando Adrián por fin tuvo a su luna en brazos, su corazón estalló en un alivio tan poderoso que casi lo derrumbó de rodillas. A través del vínculo, podía sentir su debilidad, el dolor en su cuerpo, pero también su firmeza. Ella estaba luchando por él, por ellos, por los bebés que llevaban dentro.
De inmediato, una sanadora fue llamada. Cuando por fin trajeron a Emili al recinto, Adrián se lanzó hacia ella como un hombre al borde del abismo que recupera el aire. La recostaron con cuidado, y la sanadora, con manos firmes, comenzó a examinarla. Adrián no se apartó ni un solo segundo; sus ojos dorados seguían cada movimiento de la mujer, cada palabra que murmuraba mientras revisaba a Emili y posaba sus manos sobre su vientre.
—¿Cómo están? —preguntó Adrián con la voz ronca, sosteniendo la mano de su luna.
La sanadora guardó silencio unos instantes que parecieron eternos, y finalmente dijo:
—Ella está débil, pero estable. Sus bebés también. Los pequeños son fuertes, alfa, y su madre lo es