La cena en el salón comunal fue un torbellino de risas, hidromiel y relatos exagerados de la Carrera de los Ancestros. Las diez manadas clasificadas celebraban su supervivencia, pero el aire estaba cargado de algo más: la tensión de saber que la próxima ronda sería aún más brutal. Las mesas de roble crujían bajo el peso de la comida, y las lámparas de aceite lunar proyectaban sombras que danzaban como lobos en las paredes. Diana, sentada entre Nikolai y Claus, apenas tocó su plato. Su mente seguía en el risco, en el momento en que Viktor la atrapó, en el roce de sus cuerpos contra la roca, en el lazo que ardía como un incendio imposible de apagar.
Nil estaba inquieta, olfateando el aire, buscando a Kael. Diana intentó concentrarse en las bromas de los trillizos o en las tácticas que Alex murmuraba, pero sus ojos traicioneros se desviaban al otro lado del salón. Allí estaba Viktor, rodeado de su manada, riendo con Diego mientras alzaba una jarra. Pero algo no estaba bien. Lo notó en el