El amanecer del quinto día en la Cuenca se levantó gris, pesado, presagio de tormenta.
El viento rugía entre los pinos, levantando remolinos de hojas secas que danzaban sobre la tierra húmeda.
Los Braseros Mayores ardían con su llama azul, pero esa mañana su luz parecía distinta: fría, expectante.
El aire olía a hierro y desafío. Era el día de la segunda ronda: la Carrera de los Ancestros.
Un ritual tan antiguo como la primera manada, nacido del fuego y la sangre.
Una prueba de resistencia, estrategia y coraje.
Un camino que separaba a los lobos comunes de los que merecían ser recordados.
El circuito se extendía por el borde del valle: bosques encantados, ríos helados, trampas naturales y el Risco de las Almas, una muralla de piedra que desafiaba al cielo.
Solo los bendecidos por la diosa alcanzaban su cima.
Y este año, el Consejo había añadido un nuevo castigo disfrazado de reto: las manadas competirían en grupos de diez, sesenta lobos por ronda, una avalancha de fuerza y caos.
Diana