Leonardo
La lluvia se colaba por las rendijas del ventanal como un susurro persistente. El sonido ocupaba los espacios que antes llenaban las risas, las miradas sostenidas, los secretos murmurados con la frente apoyada en el otro. Ahora quedaba solo ese murmullo húmedo. Y cada gota parecía arrastrar una versión de mí que falló cuando más hacía falta.
Clara sostenía los papeles como si temiera que se deshicieran entre sus dedos. Tenía los nudillos tensos, la mandíbula rígida, y un leve temblor en las manos que ni siquiera intentó ocultar. Yo la observaba con esa mezcla amarga de amor y culpa que se instala hondo, como una astilla que se resiste a salir. La seguía amando con lo poco que quedaba de mí. Y eso dolía más que cualquier adiós.
No vine a pedir perdón. Vine porque ya no podía seguir respirando sabiendo que ella seguía rompiéndose sola, mientras yo me escondía detrás de excusas torpes. Me convencí de que alejarme era protegerla. Me aferré a esa mentira como quien se aferra a una