Leonardo
La luz fluorescente de la comisaría zumbaba sobre mi cabeza como un enjambre furioso. Me taladraba el cráneo.
Estaba sentado en una silla de plástico duro, las manos esposadas sobre la mesa. Un corte en la ceja aún goteaba, la sangre caliente se escurría por mi mejilla. Cada sonido —el crujido de botas, el murmullo de radios, el portazo lejano de una celda— me arañaba los nervios.
Pero lo que de verdad me destrozaba por dentro era no saber dónde estaba Clara.
—¿Nombre completo? —preguntó el policía. Bigote gris, ojos muertos. Garabateaba sin mirarme, como si esto fuera solo otra noche más.
—Leonardo Leiva San Martín —respondí. Voz ronca, la garganta seca desde el bar.
Aún podía sentir el golpe de Bruno estampándose en mi mandíbula, su risa en medio del caos. Pero más nítido era el cuchillo en la mano de Clara: temblorosa, sí, pero firme. Y las sirenas. Las putas sirenas salvándonos por un pelo.
Habíamos sobrevivido.
Por ahora.
El tipo alzó una ceja sin levantar la vista.