ClaraFirmé el divorcio a las 15:03, en una oficina de paredes grises, bajo una lámpara demasiado blanca y el murmullo del tráfico en la calle.No hubo gritos ni lágrimas. Ninguna escena que justificara lo que se estaba rompiendo entre nosotros. Solo el sonido del bolígrafo al deslizarse por el papel y el roce del documento cuando se lo pasé de vuelta al abogado. Tan sencillo como trazar una línea. Tan devastador como aceptar que ese trazo ponía fin a una historia que, por mucho tiempo, creí que era para siempre. Una historia que empezó con cartas escritas a mano y domingos bajo la lluvia, y terminó entre silencios largos y habitaciones compartidas que ya no se tocaban.Leonardo no me miró. Se mantuvo inmóvil, con los ojos clavados en la hoja, como si su firma ya hubiera sido el acto más generoso que podía ofrecerme. Vestía como siempre: camisa blanca planchada, mangas dobladas con precisión, el reloj de acero en su muñeca izquierda brillando con indiferencia. Ese reloj había sido un r
LeonartdoNo debía temblarme la mano. No ahí. No ahora.La sala estaba en silencio. Respiraba conmigo. A veces, eso era lo único que me mantenía en pie: ese falso control que me regalaba el quirófano, esa rutina exacta donde todo —por unos minutos— parecía tener sentido. Afuera podía ser un desastre, pero ahí dentro, yo seguía siendo quien sabía qué hacer.Y sin embargo… algo no encajaba. Desde que Clara firmó los papeles, todo en mí se sentía desajustado, como si hubieran cambiado mi eje sin avisarme. Solo hubo un trazo firme, una hoja deslizada sobre la mesa, y el silencio implacable de quien ya no espera nada.No la detuve. No dije una palabra. Me limité a asentir, como si eso bastara para dar por terminado un matrimonio, una vida, una historia. Como si un puñado de errores acumulados pudiera anularse con un acto clínico y limpio. En ese momento, fingí calma. Pero mis hombros estaban rígidos, mis manos vacías, y aún giraba inconscientemente el anillo inexistente que solía llevar en
ClaraEl manuscrito seguía sobre la mesa, como un animal dormido que podía despertar en cualquier momento. Lo había leído siete veces, no porque no lo entendiera, sino porque cada palabra parecía tallada para herirme. Era mi historia, pero contada por alguien que sabía demasiado. Alguien que había visto mis grietas, mis silencios, y los había convertido en tinta.Cerré el manuscrito con un golpe seco que resonó en el departamento. El silencio era insoportable, como si las paredes también supieran algo que yo no. Me levanté, caminándome las uñas, y abrí una botella de vino sin mirar la etiqueta. Bebí un trago largo, apoyada contra la encimera, mirando el vacío. Pero el vacío me devolvía su rostro. Leonardo. Siempre Leonardo.Volví al sofá y abrí el manuscrito de nuevo, como si pudiera obligarlo a confesar. Fui al capítulo seis, buscando respuestas. “No sabía lo que él había hecho por ella. Ni a quién había protegido. Ni por qué nunca se atrevió a decírselo.” Las palabras eran un puñal.
LeonardoA veces me pregunto en qué momento exacto empezó a desmoronarse todo definitivamente. Quizá fue aquel día gris, cuando la lluvia no era tormenta, pero se sentía igual de implacable, como hoy. No llovía fuerte, no había rayos ni truenos, solo esa garúa persistente que parece no mojar y, sin embargo, termina calándose hasta los huesos. Desde el ventanal de mi oficina, la ciudad se disolvía en grises, y Clara, sentada en la sala contigua, parecía parte del mismo paisaje: pequeña, frágil, ajena a todo salvo al dolor.Recuerdo haberla observado largo rato. Se abrazaba a sí misma, con los hombros caídos, la mirada perdida en el suelo. Había llorado, era evidente: los ojos enrojecidos, la boca temblorosa, el gesto tenso de quien carga demasiado y aún así sigue sentada, esperando algo. No pidió consuelo. No habría servido. Lo que necesitaba no era compasión ni palabras vacías, sino una salida, una promesa, un atisbo de que todo podía no terminar así. Y yo, que había prometido protege
ClaraLlegué puntual al café, con los dedos entumecidos por el frío y el pecho ardiendo de ansiedad. El aire olía a hojas secas y a café recién molido, y por un instante —uno breve, cruel— creí que bastaría para calmarme. Pero el temblor no venía del clima. Venía de lo que estaba a punto de enfrentar... o de todo lo que ya no podía seguir negando.Martina ya estaba ahí. Sentada junto a la ventana, su blazer mostaza contrastaba con el gris apagado del día. Cada hebra de su cabello, cada gesto medido, incluso la manera en que cruzaba las piernas, era una declaración muda: ella no dejaba cabos sueltos. Ella era impecable. Hecha para los pasillos del hospital. Tal vez también para él.Me acerqué, sintiendo el estómago revuelto. Martina alzó la vista, y me dedicó una sonrisa liviana, como quien reparte gestos sin peso.—Clara —dijo, pronunciando mi nombre como quien dice una palabra más en una lista.—Martina.No hubo abrazos ni cortesías. Solo ese silencio espeso que se instala entre q
ClaraNo esperaba visitas ese sábado. Mucho menos sobres sin remitente.Pero ahí estaba. Un sobre color marfil, deslizado bajo la puerta con la suavidad de un secreto. No tenía sello, ni firma. Solo mi nombre, escrito a mano con una caligrafía sobria, firme. La tinta parecía aún fresca, como si alguien lo hubiera escrito minutos antes de entregarlo. Cada letra tenía el trazo exacto de alguien que sabía lo que quería decir, pero no podía decirlo en voz alta.Dentro, una sola hoja. El papel olía a tinta y, apenas perceptible, a lavanda marchita. Era una nota breve. Casi un susurro."La historia no siempre se cuenta con palabras.A veces está entre líneas.Julieta puede ayudarte.Calle Lira 245. Segundo piso. Mañana, 18:00."Eso era todo. Ninguna firma, ningún otro mensaje. Podría haberlo ignorado. Podría haberlo arrugado, tirado al cesto, fingido que nada había pasado. Pero no lo hice. Lo dejé sobre la mesa, junto a la taza de café a medio terminar, doblado con el mismo cuidado con el q
NarradorEl hospital nunca dormía. En las horas más densas de la madrugada, los pasillos se estiraban como arterias insomnes; las luces frías dibujaban sombras que parecían vigilar en silencio, y el eco de una camilla rodando podía parecer una sentencia. Todo latía. Todo vigilaba. La vida y la muerte compartían ese umbral con la impaciencia de quien no espera a nadie.Martina conocía ese pulso. Se movía con una fluidez ensayada, como si hubiera sincronizado su respiración con el zumbido de las máquinas. Llevaba tres turnos nocturnos consecutivos. Nadie se lo había pedido, pero siempre coincidía con Leonardo. Siempre. Como si el azar jugara a su favor o, peor, obedeciera sus reglas.Nunca pasó nada concreto entre ellos mientras él estuvo con Clara. Ninguna palabra fuera de lugar, ningún gesto evidente. Pero Martina era experta en otra clase de lenguaje. Una frase ambigua dicha en el momento exacto. Un rumor sembrado en el descanso del café. Un silencio que duraba medio segundo más de l
MartinaEl edificio de la Facultad de Medicina, inmutable como siempre, me pareció aún más lejano de lo que recordaba. El aire frío se colaba por los ventanales de los pasillos, arrastrando consigo el eco de pasos apresurados, como si el tiempo allí se hubiera detenido. El olor a libros viejos, café recalentado y desinfectante permanecía intacto. Pero había algo más. Algo invisible, tenue y persistente, que se aferraba al pecho con una melancolía tibia, casi dulce, casi insoportable.Avancé, envuelta en memorias, hasta detenerme frente a la vieja cartelera de corcho. Allí, sostenido por una chinche oxidada, colgaba aún el afiche del Congreso de Neurociencias 2015: Juventud, ética y vocación. El papel, amarillento y con una esquina doblada, parecía susurrar: acuérdate. En el centro, en letras desvaídas, seguían nuestros nombres: Martina Olavarría & Leonardo Leiva.El tiempo había sido cruel con ese cartel. Conmigo también. Y con lo que alguna vez compartí con Leonardo.Extendí la mano