Alonso
La ciudad hervía en luces y ruido, como un animal enloquecido que no dormía. Desde el asiento del auto, sentía que me devoraba los nervios. El zumbido constante de motores y bocinas me raspaba los oídos. Los semáforos se reflejaban en el parabrisas como lenguas de fuego.
Estaba estacionado a dos cuadras del edificio de Clara. El sudor me empapaba la espalda, aunque el aire acondicionado bramaba como una bestia herida. No era calor. Era ansiedad. Una tensión espesa, viscosa, me apretaba el pecho.
El teléfono vibró sobre el tablero. Un zumbido breve. Miré la pantalla.
Mensaje del guardia:
“Leonardo entró al departamento. Hace quince minutos.”
Quince minutos.
El corazón me dio un salto seco, como si chocara contra una pared. Sentí un nudo en la garganta. Metal fundido.
Quince minutos respirando su mismo aire.
Tal vez tocándola. Tal vez susurrándole cosas que antes eran mías.
La imagen irrumpió sin permiso. Su piel, su voz, su risa —con él.
Tragué saliva. Era como tragar vidrio.