Martina
El auto era una jaula de cuero húmedo y furia contenida. La lluvia martillaba el parabrisas con insistencia, como si quisiera quebrarlo a fuerza de pura rabia. Desde nuestra posición, a media cuadra del bar El Toro, el letrero de neón zumbaba con un brillo herido, su luz roja y azul manchando el asfalto como un hematoma en carne viva.
Alonso tamborileaba los dedos sobre el volante. Sus nudillos, tensos como alambre, delataban el temblor que su fachada de amigo leal ya no podía contener. A su lado, yo permanecía recostada, el cuchillo en mi bolso palpitando como un corazón extraño, un recordatorio de que esta vez, Leonardo no se me escaparía.
—Ya están atrapados —murmuré, con una sonrisa que cortaba—. Tus hombres los cercaron en el callejón. No hay salida esta vez.
Alonso me lanzó una mirada rápida. En sus ojos oscuros brillaba algo más que alivio: era hambre. Hambre por Clara, por su imagen de salvador, por ser el refugio al que ella acudiría con los ojos nublados de gratitud.