LeonardoLa luz fluorescente de la comisaría zumbaba sobre mi cabeza como un enjambre furioso. Me taladraba el cráneo. Estaba sentado en una silla de plástico duro, las manos esposadas sobre la mesa. Un corte en la ceja aún goteaba, la sangre caliente se escurría por mi mejilla. Cada sonido —el crujido de botas, el murmullo de radios, el portazo lejano de una celda— me arañaba los nervios. Pero lo que de verdad me destrozaba por dentro era no saber dónde estaba Clara.—¿Nombre completo? —preguntó el policía. Bigote gris, ojos muertos. Garabateaba sin mirarme, como si esto fuera solo otra noche más.—Leonardo Leiva San Martín —respondí. Voz ronca, la garganta seca desde el bar. Aún podía sentir el golpe de Bruno estampándose en mi mandíbula, su risa en medio del caos. Pero más nítido era el cuchillo en la mano de Clara: temblorosa, sí, pero firme. Y las sirenas. Las putas sirenas salvándonos por un pelo. Habíamos sobrevivido. Por ahora.El tipo alzó una ceja sin levantar la vista.
AlonsoEl taller era un mausoleo de máquinas rotas bajo una bombilla que parpadeaba como un pulso moribundo. La lluvia seguía golpeando el tejado de chapa, el aire viciado solo lograba acentuar mi dolor de cabeza. Estaba de pie junto a una mesa cubierta de herramientas sucias, los puños apretados, mientras Martina, apoyada contra un auto desmantelado, encendía un cigarrillo con dedos temblorosos. Frente a nosotros, los dos hombres que debían haber secuestrado a Clara y Leonardo —Raúl y Diego— mantenían la cabeza gacha, sus chaquetas empapadas goteando en el suelo de cemento.—Desaparezcan —ordené, mi voz cortante, apenas conteniendo la furia que me quemaba el pecho—. Salgan del pueblo. Ahora. Nada de llamadas, nada de visitas. Si alguien los ve, estamos acabados.Raúl, el más alto, asintió sin mirarme, sus manos nerviosas jugueteando con un trapo sucio. Diego murmuró algo sobre el pago, pero una mirada mía lo hizo callar. No había espacio para errores. No después de que las sirenas de
LeonardoLa habitación del hospital era un cubo de paredes blancas sucias, la lluvia rugiendo contra la ventana como un eco de furia lejana. Clara estaba sentada en la camilla, el hematoma en su mejilla oscureciéndose bajo la luz pálida. El vendaje en su muñeca era un recordatorio desnudo y brutal de la noche en el bar. Yo, apoyado contra la pared, sentí el latido sordo del corte en mi ceja, la sangre seca tirando de la piel como una costura mal cerrada. Las esposas ya no estaban, pero el encierro seguía apretándome el pecho. El fiscal Altamirano había prometido volver pronto. “Declaraciones completas”, había dicho.En esta caja de frío y silencio, solo estábamos Clara y yo, atrapados entre lo que sabíamos y lo que aún no nos habíamos atrevido a decir. Me miró. Sus ojos verde grisáceo brillaban con una determinación que me erizó la piel, como si estuviera a punto de romper algo irremediablemente frágil.—Leonardo —dijo, su voz apenas un hilo tenso—. Tengo que contarte todo. Antes de q
JulietaCuando llegué al aeropuerto de Heathrow, el verdadero peso de mi bolso no estaba en la ropa ni en el neceser apretado, sino en el viejo cuaderno que llevaba dentro. Sus páginas arrugadas, llenas de tachaduras y garabatos, eran cicatrices que hablaban de noches en vela, de teorías a medio formar, de un rompecabezas cuyas piezas nunca terminaban de encajar. Pero hubo una que jamás vi venir: Alonso.Con su sonrisa medida y voz melosa, me manipuló como si fuera una novata. Y yo, que solía ver tras las máscaras ajenas, lo dejé hacer. Una rabia sorda me ardía en la garganta cada vez que recordaba su tono dulce, sus palabras suaves como terciopelo… y cargadas de veneno. Si algo le sucedía a Leonardo, jamás podría perdonármelo.Él no era solo un amigo. Era mi hermano en todo, menos en sangre. Lo había visto reír hasta las lágrimas por un chicle pegado al zapato, llorar en silencio frente al diagnóstico devastador de un niño… y sostenerme la mano cuando perdí a mi madre. Compartimos si
ClaraPor primera vez en semanas, el mundo parecía haberse detenido. No había sirenas, no había sombras acechando en las esquinas, no había mensajes crípticos quemándome los bolsillos. Los días después de lo ocurrido en el pueblo eran un respiro frágil, como el silencio entre dos truenos. Me aferraba a esa calma con los nudillos blancos, sabiendo que era una mentira disfrazada de tregua. La paz no dura cuando llevas un cuaderno como el mío. Sus páginas, llenas de verdades a medias y mentiras que podrían destruirnos a todos, latían como un segundo corazón en mi bolso. A veces creía oírlo susurrar, como si exhalara advertencias.El pueblo había sido un torbellino: la huida, el enfrentamiento con Bruno, sus ojos encendidos de rabia mientras lo arrestaban. Pensé que ahí terminaba. Que con él tras las rejas, Leonardo y yo podríamos respirar, aunque fuera un instante. Pero la calma era una ilusión, y lo sentía en los huesos, una tensión constante en la nuca que no me abandonaba. Alonso y Ma
AlonsoEl silencio en mi oficina no era la calma que precede al trabajo, sino la que se instala antes de un disparo. Sobre el escritorio, el libro En el nombre del padre descansaba como un artefacto cargado. Su título dorado brillaba bajo la luz con una arrogancia muda, casi desafiándome a abrirlo. No lo había hecho. No aún. Pero su mera presencia vibraba con una tensión latente, como si las páginas supieran demasiado.No era un libro. Era una sentencia. Forjada para destruir a Leonardo. Para despojarlo de todo lo que alguna vez debió ser mío: la beca, el prestigio, el futuro.Me recliné en la silla. El cuero crujió, cómplice de mi inquietud. Todo estaba en marcha. Afuera, la ciudad seguía su curso sin sospechar que ya habíamos colocado las piezas.La señora Vargas, una paciente desesperada y fácil de convencer, ya había grabado su testimonio. Su voz temblorosa, meticulosamente ensayada, hablaba de errores médicos, omisiones fatales. Mentiras, pero mentiras con garras. Las publiqué de
ClaraFirmé el divorcio a las 15:03, en una oficina de paredes grises, bajo una lámpara demasiado blanca y el murmullo del tráfico en la calle.No hubo gritos ni lágrimas. Ninguna escena que justificara lo que se estaba rompiendo entre nosotros. Solo el sonido del bolígrafo al deslizarse por el papel y el roce del documento cuando se lo pasé de vuelta al abogado. Tan sencillo como trazar una línea. Tan devastador como aceptar que ese trazo ponía fin a una historia que, por mucho tiempo, creí que era para siempre. Una historia que empezó con cartas escritas a mano y domingos bajo la lluvia, y terminó entre silencios largos y habitaciones compartidas que ya no se tocaban.Leonardo no me miró. Se mantuvo inmóvil, con los ojos clavados en la hoja, como si su firma ya hubiera sido el acto más generoso que podía ofrecerme. Vestía como siempre: camisa blanca planchada, mangas dobladas con precisión, el reloj de acero en su muñeca izquierda brillando con indiferencia. Ese reloj había sido un r
LeonardoEl quirófano respiraba conmigo, sincronizado en esa calma artificial que, a veces, era lo único que me mantenía en pie. La luz cortante, el zumbido rítmico de los monitores, los pasos casi ceremoniales de los asistentes: todo seguía su curso, como si el mundo no hubiera cambiado.Como si yo no me hubiera roto.La incisión fue precisa. Mis manos se movían con la memoria del hábito, pero mi mente… mi mente estaba lejos. Demasiado lejos. Varada en un momento que ya no podía deshacer.Desde que Clara firmó los papeles, algo en mí se había desplazado. Como si me hubieran desanclado del centro de gravedad y ahora flotara a la deriva. Un simple trazo de tinta. Un acto mecánico en una notaría indiferente. Y un silencio —el verdadero, el definitivo— que ya no era un puente entre nosotros, sino un abismo sin fondo.No dije nada. No la detuve. Solo asentí, como quien acepta una condena que ya lleva escrita en la piel, sin el valor de oponerse a lo inevitable.Pero el zumbido me llevó a o