LeonardoLa habitación del hospital era un cubo de paredes blancas sucias, la lluvia rugiendo contra la ventana como un eco de furia lejana. Clara estaba sentada en la camilla, el hematoma en su mejilla oscureciéndose bajo la luz pálida. El vendaje en su muñeca era un recordatorio desnudo y brutal de la noche en el bar. Yo, apoyado contra la pared, sentí el latido sordo del corte en mi ceja, la sangre seca tirando de la piel como una costura mal cerrada. Las esposas ya no estaban, pero el encierro seguía apretándome el pecho. El fiscal Altamirano había prometido volver pronto. “Declaraciones completas”, había dicho.En esta caja de frío y silencio, solo estábamos Clara y yo, atrapados entre lo que sabíamos y lo que aún no nos habíamos atrevido a decir. Me miró. Sus ojos verde grisáceo brillaban con una determinación que me erizó la piel, como si estuviera a punto de romper algo irremediablemente frágil.—Leonardo —dijo, su voz apenas un hilo tenso—. Tengo que contarte todo. Antes de q
JulietaCuando llegué al aeropuerto de Heathrow, el verdadero peso de mi bolso no estaba en la ropa ni en el neceser apretado, sino en el viejo cuaderno que llevaba dentro. Sus páginas arrugadas, llenas de tachaduras y garabatos, eran cicatrices que hablaban de noches en vela, de teorías a medio formar, de un rompecabezas cuyas piezas nunca terminaban de encajar. Pero hubo una que jamás vi venir: Alonso.Con su sonrisa medida y voz melosa, me manipuló como si fuera una novata. Y yo, que solía ver tras las máscaras ajenas, lo dejé hacer. Una rabia sorda me ardía en la garganta cada vez que recordaba su tono dulce, sus palabras suaves como terciopelo… y cargadas de veneno. Si algo le sucedía a Leonardo, jamás podría perdonármelo.Él no era solo un amigo. Era mi hermano en todo, menos en sangre. Lo había visto reír hasta las lágrimas por un chicle pegado al zapato, llorar en silencio frente al diagnóstico devastador de un niño… y sostenerme la mano cuando perdí a mi madre. Compartimos si
ClaraPor primera vez en semanas, el mundo parecía haberse detenido. No había sirenas, no había sombras acechando en las esquinas, no había mensajes crípticos quemándome los bolsillos. Los días después de lo ocurrido en el pueblo eran un respiro frágil, como el silencio entre dos truenos. Me aferraba a esa calma con los nudillos blancos, sabiendo que era una mentira disfrazada de tregua. La paz no dura cuando llevas un cuaderno como el mío. Sus páginas, llenas de verdades a medias y mentiras que podrían destruirnos a todos, latían como un segundo corazón en mi bolso. A veces creía oírlo susurrar, como si exhalara advertencias.El pueblo había sido un torbellino: la huida, el enfrentamiento con Bruno, sus ojos encendidos de rabia mientras lo arrestaban. Pensé que ahí terminaba. Que con él tras las rejas, Leonardo y yo podríamos respirar, aunque fuera un instante. Pero la calma era una ilusión, y lo sentía en los huesos, una tensión constante en la nuca que no me abandonaba. Alonso y Ma
AlonsoEl silencio en mi oficina no era la calma que precede al trabajo, sino la que se instala antes de un disparo. Sobre el escritorio, el libro En el nombre del padre descansaba como un artefacto cargado. Su título dorado brillaba bajo la luz con una arrogancia muda, casi desafiándome a abrirlo. No lo había hecho. No aún. Pero su mera presencia vibraba con una tensión latente, como si las páginas supieran demasiado.No era un libro. Era una sentencia. Forjada para destruir a Leonardo. Para despojarlo de todo lo que alguna vez debió ser mío: la beca, el prestigio, el futuro.Me recliné en la silla. El cuero crujió, cómplice de mi inquietud. Todo estaba en marcha. Afuera, la ciudad seguía su curso sin sospechar que ya habíamos colocado las piezas.La señora Vargas, una paciente desesperada y fácil de convencer, ya había grabado su testimonio. Su voz temblorosa, meticulosamente ensayada, hablaba de errores médicos, omisiones fatales. Mentiras, pero mentiras con garras. Las publiqué de
ClaraFirmé el divorcio a las 15:03, en una oficina de paredes grises, bajo una lámpara demasiado blanca y el murmullo del tráfico en la calle.No hubo gritos ni lágrimas. Ninguna escena que justificara lo que se estaba rompiendo entre nosotros. Solo el sonido del bolígrafo al deslizarse por el papel y el roce del documento cuando se lo pasé de vuelta al abogado. Tan sencillo como trazar una línea. Tan devastador como aceptar que ese trazo ponía fin a una historia que, por mucho tiempo, creí que era para siempre. Una historia que empezó con cartas escritas a mano y domingos bajo la lluvia, y terminó entre silencios largos y habitaciones compartidas que ya no se tocaban.Leonardo no me miró. Se mantuvo inmóvil, con los ojos clavados en la hoja, como si su firma ya hubiera sido el acto más generoso que podía ofrecerme. Vestía como siempre: camisa blanca planchada, mangas dobladas con precisión, el reloj de acero en su muñeca izquierda brillando con indiferencia. Ese reloj había sido un r
LeonardoEl quirófano respiraba conmigo, sincronizado en esa calma artificial que, a veces, era lo único que me mantenía en pie. La luz cortante, el zumbido rítmico de los monitores, los pasos casi ceremoniales de los asistentes: todo seguía su curso, como si el mundo no hubiera cambiado.Como si yo no me hubiera roto.La incisión fue precisa. Mis manos se movían con la memoria del hábito, pero mi mente… mi mente estaba lejos. Demasiado lejos. Varada en un momento que ya no podía deshacer.Desde que Clara firmó los papeles, algo en mí se había desplazado. Como si me hubieran desanclado del centro de gravedad y ahora flotara a la deriva. Un simple trazo de tinta. Un acto mecánico en una notaría indiferente. Y un silencio —el verdadero, el definitivo— que ya no era un puente entre nosotros, sino un abismo sin fondo.No dije nada. No la detuve. Solo asentí, como quien acepta una condena que ya lleva escrita en la piel, sin el valor de oponerse a lo inevitable.Pero el zumbido me llevó a o
ClaraEl manuscrito seguía sobre la mesa, como un animal dormido que podía despertar en cualquier momento. Lo había leído siete veces, no porque no lo entendiera, sino porque cada palabra parecía tallada para herirme. Era mi historia, pero contada por alguien que sabía demasiado. Alguien que había visto mis grietas, mis silencios, y los había convertido en tinta.Lo cerré con un golpe seco, el eco rebotó en el departamento como si despertara algo más que las páginas. El silencio se volvió hostil, denso, como si las paredes también supieran algo que yo no. Me levanté, rascándome las uñas hasta enrojecer la piel, y abrí una botella de vino sin mirar la etiqueta. Bebí un trago largo, áspero, apoyada contra la encimera, mirando el vacío de la cocina. Pero el vacío tenía su rostro. Leonardo. Siempre Leonardo.Volví al sofá. El manuscrito estaba ahí, esperando, como si quisiera confesar algo que aún no me atrevía a escuchar. Lo abrí con dedos tensos, buscando el capítulo seis.“No sabía lo q
LeonardoA veces me pregunto en qué momento exacto empezó a desmoronarse todo. Quizá fue aquel día gris, cuando la lluvia no era tormenta pero se sentía igual de implacable, como hoy. No caía con furia, no había truenos ni relámpagos, solo esa garúa persistente que parece no mojar y, sin embargo, termina calándose hasta los huesos. Desde el ventanal de mi oficina, la ciudad se disolvía en tonos apagados, y Clara, sentada en la sala contigua, parecía parte del mismo paisaje: pequeña, frágil, ajena a todo salvo al dolor.La observé en silencio. Se abrazaba a sí misma, los hombros vencidos, la mirada clavada en el suelo. Había llorado, era evidente: los ojos enrojecidos, la boca temblorosa, el gesto tenso de quien carga más de lo que puede y aun así permanece, esperando algo. No pidió consuelo. No lo habría aceptado. Lo que necesitaba no era lástima ni palabras huecas, sino una salida, una promesa, el más leve indicio de que no todo terminaría así. Y yo, que había jurado protegerla, estab