Clara
El reservado del bar olía a madera vieja, cerveza derramada y sudor contenido. Afuera, la lluvia golpeaba las ventanas con una furia que no cedía. La lámpara sobre la mesa parpadeaba, como si supiera que algo estaba a punto de romperse. Leonardo tenía la mandíbula apretada, sus ojos saltando entre la puerta y el reloj cada dos minutos, como si esperara un disparo.
—¿Crees que no se dieron cuenta de que llamamos a la policía? —pregunté en voz baja, el estómago encogido.
No respondió de inmediato. Su mirada escaneaba el local, buscando algo más allá del ladrillo húmedo.
—Bruno es impulsivo. Si alguien le dijo, vendrá rápido. Y no vendrá solo a mirar.
Me pasé una mano por la nuca, húmeda por el calor y los nervios. Mi teléfono vibró en el bolsillo de mi chaqueta, un zumbido que me heló. Era el mismo número desconocido que me había advertido que saliéramos de la gala, diciéndome que llamara a la policía, que nos estaban siguiendo. “El Toro, ayúdennos”, solo pude susurrar cuando entr