Capítulo 90. El entierro y la corona.
El palacio estaba vestido de luto: telas negras colgaban de los balcones, bandas de seda cubrían los estandartes y un olor a incienso pesado flotaba en el aire, pegajoso, insistente. Las calles que llevaban al gran salón se llenaron desde el amanecer; los mandatarios llegaban con pasos medidos, miradas ensayadas, trajes que eran armadura social. Nadie se movía sin propósito. La muerte del emperador había colocado a todo Zafir en una especie de espera tensa, como si el imperio contuviera la respiración.
El féretro del viejo emperador ocupó el centro del salón. Había flores, coronas, notas de condolencia que parecían versos oficiales practicados por mil manos. El rey de Lumeria, junto a su hijo, el príncipe Carlos, permaneció en una fila de cortesanos, con la cara dura, los ojos que no mostraban más que cortinas de cansancio. Carlos miraba el ataúd como quien busca una puerta que no existe: esperaba clave, venganza o al menos un residuo de la mujer que había amado; no hallaba nada que n