CAPÍTULO 91 — EL FUNERAL Y LA CORONA.
El viejo emperador fue enterrado al amanecer. El cielo estaba gris, el aire denso. El féretro descendió entre oraciones huecas, rodeado de nobles que fingían respeto y de sirvientes que no sabían si llorar o mirar al suelo. Eros, vestido de negro, se arrodilló junto a la tumba.
Lloró. Gritó. Su actuación fue impecable. El sonido de sus sollozos se expandió por el cementerio imperial, pero en su interior solo había impaciencia. Quería que todo terminara, que los rezos callaran, que los cuerpos se marcharan. Necesitaba sentarse en el trono.
Cuando el féretro quedó sellado, el nuevo emperador giró sin mirar atrás.
—Que el pueblo lo recuerde con honra —dijo con una voz firme—. Pero el imperio no se detiene.
Esa misma tarde convocó al consejo imperial.
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El gran salón del trono estaba cubierto de velos negros. Los viejos consejeros llegaron en silencio, arrastrando los pies. Algunos llevaban el emblema del emperador muerto, otros, el miedo visible en los ojos. Eros entró por la puerta ce