CAPÍTULO 117 — LA DIOSA.

La noche envolvía el palacio de Zafir, el aire cargado con el aroma de las velas de cera y el leve olor a tierra húmeda que se colaba por las ventanas abiertas. Alexandra y Carlos yacían en su cama de dosel y roble tallado, las sábanas enredadas alrededor de sus cuerpos sudorosos tras hacer el amor. Sus respiraciones se mezclaban, el calor de sus pieles aún vibrando con la intensidad de su unión. Pero en el corazón de Alexandra pesaba una sombra: la ausencia de un hijo, el miedo de no poder darle un heredero a Carlos, al imperio. Sus pensamientos giraban en torno a su primera vida, cuando la infertilidad la llevó a la traición de Eros y al veneno de Ana, y a su vida moderna, donde sus gemelos, arrancados de ella por la muerte, seguían siendo un eco doloroso. Cerró los ojos, buscando escapar de esos fantasmas, y el cansancio la arrastró al sueño.

En su sueño, Alexandra se encontró en un campo infinito de girasoles, sus pétalos dorados brillando bajo un cielo de un azul imposible. El ai
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