Los días en Zafir transcurrían en una calma frágil, el palacio lleno del murmullo de sirvientes y el aroma a cera fresca de las velas. Alexandra, tras su sueño con la diosa, sentía una paz nueva, un alivio que suavizaba el peso de sus temores, aunque la herida de su infertilidad seguía latiendo en su pecho. La voz de la diosa, prometiendo un milagro, era un eco que la sostenía, pero no borraba el dolor. La noticia de Ana, ahora con un hijo, llegó en una carta sencilla, escrita en pergamino áspero, oliendo a tinta y heno. "Un niño fuerte, nacido al amanecer", decía. Luego, otra carta desde Lumeria informó que el hermano de Carlos sería coronado pronto, y que su esposa había dado a luz a gemelos. Los nombres de los bebés, escritos con tinta negra, golpearon a Alexandra como un puño: todos a su alrededor tenían hijos, mientras su vientre permanecía vacío. La envidia la quemaba, mezclada con nostalgia por sus propios gemelos en el mundo moderno, ahora adultos, viviendo sin ella. En la so