CAPÍTULO 114 — AMARNOS.
Un mes después de la muerte de Eros, Zafir comenzaba a sanar. Las calles de la capital, antes llenas de escombros y sangre seca, ahora resonaban con el sonido de martillos y carros cargados de madera y grano. Los mercados volvían a abrirse, el olor a pan fresco mezclándose con el aire polvoriento. Alexandra y Carlos gobernaban en armonía desde el palacio, sus órdenes claras y justas. Ella, en el salón del trono, revisaba informes de reconstrucción: aldeas reparadas, pozos limpiados, campos replantados.
Él, aún cojeando por la herida en la pierna, organizaba patrullas para proteger las caravanas de suministros. El trono de ébano, antes símbolo de tiranía, ahora era un recordatorio de su promesa: un imperio sin sangre. Los nobles, intimidados pero leales, trabajaban bajo su mando, y los campesinos, aunque agotados, empezaban a confiar. El aire olía a esperanza, frágil pero creciente.
Una mañana, mientras Alexandra firmaba órdenes en su despacho con paredes de piedra pulida y una mesa cu