58. Ecos del umbral.

La ceniza todavía flota en el aire cuando abro los ojos, un recordatorio silencioso de que el fuego sagrado que consumió la noche se ha apagado hace horas, pero su eco palpita en mi interior con la insistencia de un tambor ancestral que no se puede ignorar, resonando en la base de mi vientre, recorriendo cada nervio, cada yema de mis dedos, en la forma en que mi respiración se agita sin motivo, como si los restos de aquel rito hubieran quedado tatuados en mi cuerpo con brasas invisibles que nadie más podría sentir. La imagen de Averis —esa aparición imposible, ese rostro marcado por soberbia y deseo, con labios que recuerdan caricias que nunca fueron mías y ojos que queman con la claridad del juicio— sigue grabada en mi mente, un tatuaje de humo y cicatrices que no puedo borrar, aunque quisiera.

Me incorporo lentamente en la cama de pieles, el sudor seco pegando mi cuerpo a los muslos, y afuera, el campamento vibra con una energía extraña, eléctrica, como si las sombras mismas respira
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