273. La noche de los cuatro.
La sala aún conserva el eco de las voces del consejo, ese rumor persistente que queda flotando en los mármoles y en las columnas como si las piedras hubieran aprendido a murmurar intrigas. Los sirvientes se retiran uno a uno, llevando consigo los restos de vino, los pliegos de sellos rotos, las copas con huellas de dedos que tiemblan. Quedo sola, o casi sola, porque sé que ellos están cerca. Puedo sentirlos antes de verlos. El aire cambia cuando entran: el emisario, con la mirada aún cargada de órdenes y sombras; el caballero, con la armadura abierta como si no supiera si quedarse o huir; y el bufón, con esa sonrisa que no logra ocultar el cansancio ni la devoción.
—Cierra la puerta —digo sin mirar a ninguno, y el sonido de la madera contra el marco es el único sello que necesito esta noche.
Me levanto despacio, dejando que el peso de la seda resbale por mis hombros. No hay corona, no hay trono, solo una mujer que respira con los labios entreabiertos y la espalda aún caliente de las d