16. Aguas que respiran.
A la mañana siguiente, la casona amanece distinta. No es que el silencio pese menos, pero parece más poroso, como si se filtrara un aire distinto por las grietas de la piedra. El amanecer llega tibio, con una luz pálida que se desliza lenta por los pasillos, rozando las alfombras gastadas, las cortinas inmóviles, los retratos que vigilan con ojos que nunca parpadean. Camino descalza, midiendo cada paso para no romper el equilibrio de esta frágil calma. No hay guardias visibles, no escucho el crujir de botas ni el arrastre de armas contra las paredes. El eco de mis propios pasos me acompaña como un animal cauteloso.
Cruzo el salón principal y la chimenea está apagada, su boca negra abierta como una herida fría; sobre la mesa hay copas vacías, una jarra a medio volcar y un plato con restos de pan endurecido. Pienso en Averis y en cómo su sombra cubre cada rincón incluso en su ausencia. Esa ausencia hoy es un vacío que me invita y me intimida al mismo tiempo.
Me aventuro hacia el patio,