17. La herida que respira

El aire tiene un silencio espeso cuando despierto, un silencio que no anuncia calma sino tormenta, que no descansa sobre el amanecer como un manto suave, sino que se agazapa y espera, afilado, como una hoja oculta bajo un paño. La manta todavía huele a Derek, a su sudor limpio, a mi piel mezclada con la suya, al calor que anoche nos cubrió como un refugio que no podía durar. Él duerme de lado, el rostro vuelto hacia mí, la respiración profunda y tranquila, como si el mundo hubiese decidido, solo por unas horas, ser amable con nosotros.

Pero mi cuerpo sabe antes que mis ojos.

El olor.

Ese olor. Hierro, furia, poder contenido a punto de estallar.

Averis.

No llego a pronunciar su nombre. La puerta se abre sin aviso, con un crujido que hiere la madrugada, y la sombra que entra arrastra consigo un peso que ahoga el aire. Lo primero que percibo no es su voz —porque no habla—, sino la forma en que la habitación se encoje bajo su presencia, como si incluso las paredes reconocieran quién es el
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