En el avión, me acomodé junto a la ventana y recosté la cabeza. Las primeras horas fueron pesadas, entre el cansancio y el ruido constante. Pero en medio de la rutina de los vuelos largos, me descubrí recordando. Londres no era una ciudad ajena para mí. Había pasado allí parte de mi infancia, en esos veranos eternos en los que mis padres organizaban cenas lujosas y me dejaban en manos de institutrices.
Cerré los ojos y vi las calles húmedas, los taxis negros, el Big Ben brillando entre la niebla. Recordé las caminatas solitarias por parques verdes y silenciosos, los museos interminables a los que me llevaban como si fueran clases obligatorias. En ese momento me di cuenta de que regresar a Londres era también regresar a una parte de mí misma que había quedado congelada en el tiempo.
El vuelo siguió su curso: películas que no terminé, comidas que apenas probé, miradas al cielo nocturno desde la ventanilla. Y, por debajo de todo, una ansiedad creciente que me recordaba el motivo real