Dante se incorporó lentamente, sus labios aún húmedos por ella, su mirada cargada de deseo. Livia apenas podía sostenerle la mirada. Su pecho subía y bajaba con rapidez, sus mejillas ardían. No sabía si su temblor era por vergüenza, por emoción o por puro nerviosismo.
Sin decir una palabra, Dante se desabrochó la camisa con movimientos lentos y seguros. Uno a uno, los botones cayeron hasta que dejó al descubierto su pecho firme, tatuado y marcado por el tiempo, por la vida dura que había llevado. Luego bajó la cremallera de sus pantalones y se deshizo de ellos, junto con la ropa interior. Livia no pudo evitar desviar la mirada, pero sus ojos regresaron, curiosos y asombrados, cuando lo vio completamente expuesto.
Su respiración se detuvo un segundo. Era grande.
No solo físicamente… Dante imponía incluso en la intimidad.
Él lo notó, por supuesto. Sonrió con ese gesto ladeado tan suyo, el que mezclaba arrogancia con ternura contenida.
—No tengas miedo —le dijo mientras se acercaba a la