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El termómetro marcaba 39.5 grados. Emma ardía en fiebre, sus mejillas encendidas contrastaban con la palidez del resto de su rostro. Cassandra colocó otro paño húmedo sobre la frente de su hija mientras Thomas entraba a la habitación con una bandeja.

—Traje más agua fría y los medicamentos —susurró él, dejando la bandeja en la mesita de noche.

Cassandra asintió sin mirarlo. Llevaban treinta y seis horas así, turnándose para vigilar a Emma, quien había caído enferma repentinamente con una gripe que se complicó con una infección de garganta. El pediatra había dicho que no era grave, pero que debían controlar la fiebre y mantenerla hidratada.

—Deberías descansar un poco —sugirió Thomas, notando las profundas ojeras bajo los ojos de Cassandra—. Yo me quedaré con ella.

—Estoy bien —respondió ella automáticamente, aunque su cuerpo decía lo contrario.

La habitación de Emma, decorada con estrellas fosforescentes en el techo y peluches en cada rincón, se había convertido en su mundo durante es
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