No he vuelto a dormir bien desde el ascensor.
Puedo jurar que fue un error, un accidente eléctrico provocado por la tensión, por el encierro, por el silencio. Por lo que sea… menos por ganas. ¿Verdad?
Mentira. Lo deseé. Y lo sigo deseando, cada vez que lo veo bajar las escaleras con esa camisa blanca remangada, desabrochada en la garganta, como si supiera que el aire me falta solo con mirarlo. Maldito sea.
Intento fingir normalidad. Camino por esta mansión como una sombra decorativa más, con mi mejor cara de estatua indiferente. Pero mi cuerpo me traiciona. Se tensa si escucha sus pasos. Se enciende si su voz grave retumba desde algún pasillo.
—Necesito ir al hospital a ver a mi madre —le dije hace un par de días, esperando que al menos la rutina me devolviera algo de control.
—Ya se ha enviado a una enfermera privada. —Su respuesta fue tan fría como su reloj de acero. Tan final como una sentencia.
Así funciona esto. Me casé con un diablo disfrazado de rey, y cada día me convenzo más de que no hay escapatoria.
Hoy es diferente.
Hoy llega ella.
Y no me refiero a una cualquiera.
La vi desde el ventanal: alta, piernas de modelo, cabello rubio impecablemente lacio, labios delgados pintados en rojo carmesí. El tipo de mujer que parece criada en un laboratorio para destruir autoestima ajena con solo respirar.
Y lo peor no es eso.
Lo peor es cómo Viktor se acercó a ella. Cómo la miró. Cómo no me miró.
—Ariadne —dice Viktor, entrando al salón con esa voz que no pide permiso—. Te presento a Irina Sokolov.
Sokolov. El apellido cae como una bomba en mi estómago.
Claro. Una de las familias aliadas. Mafia pura, sangre azul del crimen organizado. El tipo de apellido que pesa más que una promesa de amor.
Ella me mira como si fuera una cucaracha subida a un trono de oro.
—Así que tú eres la nueva esposa. —Su sonrisa es tan cortante como sus tacones.
—Encantada —miento, extendiendo la mano con una frialdad que ni yo sabía que tenía.
Ella no me la estrecha. Solo la observa como si fuera un objeto que no merece contacto.
—Qué interesante elección, Viktor —dice con dulzura envenenada—. Siempre te gustaron los proyectos difíciles.
Él no responde. Solo la observa con esa expresión de mármol, y luego, de la nada, posa una mano en mi cintura.
No... no como un gesto casual.
Sino como una maldita declaración.
Un toque que arde. Que dice “es mía” sin decir nada. Que me hace sentir un segundo de poder... y luego me lo arranca, porque sé que es solo parte del teatro.
—Ariadne es más fuerte de lo que aparenta. Y no necesita la aprobación de nadie —responde Viktor, con esa voz baja que parece diseñada para desvestir más que para hablar.
Su pulgar acaricia mi cintura, despacio, casi imperceptible. Mi cuerpo reacciona como si me hubieran puesto hielo caliente en la piel.
¿Dónde quedaron los límites?
¿En el ascensor, con nuestros labios rotos de deseo?
¿O en la forma en que me mira ahora, frente a la mujer que claramente fue parte de su cama... y tal vez de su alma?
—Supongo que necesitabas algo nuevo, algo… puro —murmura Irina con una sonrisa que no llega a sus ojos.
Y se va. Así, como vino. Como un fantasma que te toca la piel sin dejarte respirar.
Me alejo de Viktor en cuanto ella desaparece. Camino directo al salón contiguo, pero él me sigue.
—No vuelvas a hacer eso —le espeto, dándome la vuelta.
—¿Qué?
—Tocarme así. Fingir que hay algo cuando claramente no lo hay. No soy tu escudo, Viktor. Ni tu juguete.
Él se acerca. Un paso. Otro. Hasta que me encierra entre la pared y su cuerpo.
—Tienes razón. No eres mi juguete.
Su mano roza mi mejilla, pero no se atreve a tocarme del todo. Solo deja el aire entre nosotros vibrando.
—Eres la única maldita cosa que no puedo controlar.
Mi respiración se detiene. O tal vez se acelera. No lo sé. No me importa. Estoy atrapada.
Quiero gritarle que no me importa.
Quiero besarlo hasta borrar todo lo que vino antes.
Y quiero huir.
Lo hago.
Salgo del salón como si el fuego no me estuviera quemando por dentro.
Y entonces, lo escucho.
—No deberías haberte involucrado —dice una voz tras una puerta entreabierta.
Reconozco la voz del Don. Y la de Viktor.
Me acerco, despacio. Pego la espalda al muro.
—Ella era un objetivo. Ya tenían la orden, Viktor. ¿Por qué demonios la trajiste aquí?
Silencio.
Y luego su respuesta.
—Porque si la iban a matar, preferí hacerlo yo.
El suelo se mueve bajo mis pies. El aire ya no entra. Mi madre... ¿yo?
No entiendo nada. O tal vez sí.
¿Este matrimonio fue… una protección?
¿O una sentencia con fecha aplazada?
Esa noche no puedo dormir.
Camino por los pasillos con los pies descalzos. La piedra del jardín me enfría los pasos. Me congela por dentro.
Y lo veo ahí.
Viktor, sentado en una banca, cigarro entre los dedos, mirando la nada.
—¿Te molesta si respiro cerca? —pregunto, sarcástica.
Él no se inmuta.
—A veces deseo que me odies un poco más.
—Eso sería más fácil.
Me siento a su lado. El silencio nos envuelve.
Entonces me mira.
No como antes.
No como un hombre que quiere acostarse con una mujer.
Sino como alguien que está al borde de perder algo que nunca tuvo.
—¿Alguna vez te han obligado a salvar a alguien que odias… por haber empezado a necesitarla?
No respondo.
Porque yo también lo necesito.
Y eso… eso me da más miedo que la muerte.