7

No hay ventanas que den al este en esta maldita mansión. Ni relojes. Ni pájaros que canten al amanecer.

Solo sombras largas, paredes demasiado silenciosas y empleados que evitan el contacto visual como si tuviera la peste. Aquí, hasta el aire parece estar entrenado para espiar.

Al principio pensé que era mi imaginación.

Esa sensación sutil, como si alguien me observara desde las esquinas. La forma en que una criada cambiaba de pasillo cada vez que me cruzaba. O cómo los vigilantes nocturnos sabían exactamente dónde estaba, incluso si no había cámaras visibles.

Pero ahora lo sé. Estoy siendo vigilada. Observada. Medida.

Y el oro en las molduras ya no brilla igual. La riqueza se siente como barro pegajoso bajo los pies.

Hoy, mientras caminaba por el ala norte, donde supuestamente se guardan antigüedades —es decir, donde no debería haber nada interesante— noté una puerta cerrada. Hasta ahí, normal. Lo raro fue el leve parpadeo de luz que se filtraba por debajo. Como si alguien estuviera dentro.

Empujé. Cerrada. Pero no de esas que simplemente se traban con el picaporte.

No. Esta tenía llave. De las antiguas.

El tipo de cerradura que protege secretos que no deberían respirar.

—¿Pasa algo, señora Ariadne? —me sobresalté al escuchar la voz de Mila, la encargada de la limpieza.

—Nada —mentí, ocultando la ansiedad con una sonrisa estirada—. Solo me perdí un poco.

Ella me miró como si supiera que había visto algo que no debía. Y siguió barriendo. Aunque el suelo ya estaba limpio.

Esa noche, no dormí.

No podía.

El eco de esa puerta, esa luz, esa sensación… me taladraba la cabeza.

Así que esperé. Paciente. Silenciosa. Como un fantasma entre las sombras.

A las tres de la madrugada, bajé descalza. La mansión dormía. O fingía.

Usé una horquilla. Nunca pensé que las series de crímenes y las películas de acción me serían útiles. Me tomó catorce minutos, dos uñas rotas y una oración desesperada al universo.

La cerradura cedió.

La puerta se abrió con un susurro.

Y yo entré al infierno disfrazado de archivo.

Estanterías cubiertas de polvo. Carpetas con nombres. Fotografías.

Y allí, justo en el centro… una caja de madera negra. Antigua. Casi sagrada.

La abrí.

Mi mundo se rompió en pedazos.

Era mi madre.

Pero no como la mujer agotada que me pide calmantes desde una cama de hospital.

Sino joven. Radiante. Vestida con trajes caros. Copas de champán en la mano. En brazos de hombres que ahora reconozco en los periódicos. En informes policiales. En las conversaciones que Viktor corta cuando entro en la sala.

La mafia rusa.

Mi madre.

Juntas. Sonriendo.

En una foto… ella sostenía a un bebé.

No era yo.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Su voz me atravesó como un disparo.

Viktor.

Me giré tan rápido que casi tiré la caja.

—¿Qué es esto? —le espeté, sin molestia de fingir sorpresa.

—Cierra la caja.

—¡No! —grité—. ¡Explícame! ¿Por qué hay fotos de mi madre con tu gente? ¿Qué carajo hacía ella en estas fiestas? ¿Quién es ese bebé?

Él me fulminó con la mirada. Oscuro. Furioso.

—No tienes derecho a revolver lo que no entiendes.

—¡Tengo derecho a saber quién soy, maldita sea!

Se acercó.

Un paso.

Otro.

Hasta que me empujó contra la pared con el cuerpo sin tocarme. Pero su sombra, su respiración, sus ojos… me tenían atrapada.

—¿Y si no quieres la respuesta?

—Dímela igual —susurré, el corazón retumbando.

Silencio.

Su boca estaba a centímetros de la mía. Su mirada ardía. La tensión era tan espesa que podía morderla.

—¿Por qué te empeñas en hacerme perder el control? —murmuró, ronco.

—¿Y tú por qué me tratas como si pudiera soportarte?

Una risa amarga. Sus dedos rozaron mi mejilla.

—Porque no puedo dejar de mirarte, aunque me estés destruyendo desde adentro.

No sé quién se inclinó primero. Tal vez ambos.

Nuestros labios estuvieron a nada.

Pero me detuve.

Lo miré con los ojos llenos de rabia y miedo.

Y me aparté.

—No vuelvas a tocarme —escupí, la voz temblando.

Salí del cuarto sin mirar atrás.

Corrí por los pasillos. Subí las escaleras. Me encerré. Me dejé caer en el suelo como una muñeca rota.

Y entonces rompí.

El llanto fue silencioso. Doloroso. Inmenso.

La única que se atrevió a entrar fue Galina, la cocinera mayor. La única que no me ve como un problema o una carga.

Me abrazó. Me dejó mojarle la blusa con lágrimas.

—Todo esto es una locura —dije entre sollozos.

—Lo sé, niña —susurró—. Lo sé.

Y fue ella quien me habló por primera vez de Viktor niño. De su madre muerta, de su padre ausente. De la vez que lo encontró durmiendo en el suelo del invernadero, porque no soportaba más los gritos del Don.

Esa noche, no volví a llorar por mí.

Sino por él.

Más tarde, cuando la madrugada se arrastraba como un ladrón, sentí que alguien abría la puerta de mi cuarto.

No me moví.

No encendí la luz.

Solo escuché.

Pasos suaves. Un silencio cargado.

Y una flor.

Alguien la dejó en mi almohada.

Cuando amaneció, la vi.

Una rosa.

Negra.

Perfecta.

Como una promesa.

Como una advertencia.

Como él.

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