Todo comenzó con un maldito trueno.
La tormenta cayó sin aviso, rompiendo la tarde con una furia que ni siquiera la mansión Sokolov pudo ignorar.
Y en medio de eso, Viktor y yo, atrapados en el ascensor privado entre el ala sur y el sótano.
—Perfecto —bufé, golpeando el botón de emergencia que, por supuesto, no funcionaba.
—Tranquila —dijo él con una calma que me sacó de quicio—. El generador se activará en unos minutos.
—¿Y si no lo hace?
—Te cargaré en brazos hasta la superficie. Ya lo he hecho antes.
Rodé los ojos. Mi cuerpo entero estaba en tensión, no por el encierro, sino por él. Por ese metro cuadrado compartido, por su aliento cerca de mi mejilla, por el olor a madera, cuero y tormenta que llevaba encima. Por cómo me miraba cuando pensaba que yo no lo veía.
O tal vez sí lo sabía.
—No digas cosas como esa —susurré.
—¿Cosas como qué?
—Como si esto fuera normal. Como si tú y yo... fuéramos algo más que dos extraños obligados a compartir un apellido.
Se giró hacia mí.
—¿Eso crees? ¿Que somos solo eso?
Su voz era grave, suave. Un hilo de acero cubierto de terciopelo.
—¿Y qué más podríamos ser? —repliqué, con una valentía falsa que apenas me sostenía.
Me observó como si pudiera desarmarme con los ojos.
—Una trampa no deja de ser mortal solo porque te gusta estar dentro de ella —murmuró.
Tragué saliva.
—¿Eso es lo que soy para ti? ¿Una trampa?
—No —respondió, con lentitud—. Tú eres la parte que no puedo controlar.
Estuvimos en silencio unos minutos, escuchando el golpeteo de la lluvia sobre el techo del ascensor. Y entonces, sin previo aviso, habló. No como el Viktor que ordena. Sino como el hombre que ha estado cargando algo demasiado tiempo.
—Mi familia… —inició, y hubo una pausa que se sintió como una respiración contenida—. Nunca ha sido una opción. Ha sido una jaula. Dorada, sí. Pero sigue siendo una cárcel.
—Podrías irte.
—No. No funciona así.
—¿Porque el poder es adictivo?
—Porque el poder tiene un precio. Y el nuestro… fue tu sangre.
Me congelé.
—¿Mi sangre?
Él se acercó. Me obligó a mirarlo.
—Tu padre… me debe una vida.
Sentí que el aire se me escapaba. Como si alguien me hubiera vaciado los pulmones de golpe.
—¿Qué estás diciendo?
—Que esto nunca fue al azar. Que firmar el contrato, casarnos, todo esto... no fue casualidad.
—No… —di un paso atrás. Las paredes me detuvieron—. No puede ser.
—Él me la ofreció. Te ofreció. Como pago. No con esas palabras. Pero cuando uno está en deuda con la mafia, no dice “no” al único que puede perdonarle la vida.
Me reí. Un sonido vacío. Histeria pura.
—¿Estás diciendo que soy una puta moneda de cambio?
—Estoy diciendo que tú... eras la deuda.
Lo odié.
—¿Y qué más me ocultas, Viktor? —pregunté con la voz rota—. ¿También mataste a alguien por mí? ¿También me seguiste desde la cuna?
No respondió.
Quise pegarle. Quise besarlo.
Pero en vez de eso, me quedé ahí.
—No te elegí por lástima. Ni por obligación.
Eso me partió. Me rompió en átomos.
—¿Y ahora qué soy para ti? —pregunté con los ojos llenos de rabia y lágrimas.
—Una maldición que no quiero romper.
Y entonces, me besó.
Pero no como antes. No con ese deseo contenido de alguien que juega con fuego.
Nos devoramos.
Mi espalda chocó contra la pared del ascensor. Sus manos en mi cintura, mi cabello, mi cuello. Yo lo agarré como si me ahogara y él fuera la única cosa sólida a la que aferrarme.
Fue un beso que dolió.
Cuando nos separamos, fue solo por falta de oxígeno.
—Esto no cambia nada —susurré.
—Lo cambia todo —respondió.
La luz volvió en ese instante.
Pero ninguno de los dos se movió.
—Vamos —dijo, con la voz quebrada—. Antes de que te odies por lo que acabamos de hacer.
—Ya lo hago.
Y aún así…
Porque había algo peor que amar a un hombre peligroso.