5

Todo comenzó con un maldito trueno.

Y como buena película de terror, siguió con un apagón.

La tormenta cayó sin aviso, rompiendo la tarde con una furia que ni siquiera la mansión Sokolov pudo ignorar.

Las luces titilaron dos veces. Luego, oscuridad.

Y en medio de eso, Viktor y yo, atrapados en el ascensor privado entre el ala sur y el sótano.

—Perfecto —bufé, golpeando el botón de emergencia que, por supuesto, no funcionaba.

—Tranquila —dijo él con una calma que me sacó de quicio—. El generador se activará en unos minutos.

—¿Y si no lo hace?

—Te cargaré en brazos hasta la superficie. Ya lo he hecho antes.

Rodé los ojos. Mi cuerpo entero estaba en tensión, no por el encierro, sino por él. Por ese metro cuadrado compartido, por su aliento cerca de mi mejilla, por el olor a madera, cuero y tormenta que llevaba encima. Por cómo me miraba cuando pensaba que yo no lo veía.

O tal vez sí lo sabía.

Y le encantaba.

—No digas cosas como esa —susurré.

—¿Cosas como qué?

—Como si esto fuera normal. Como si tú y yo... fuéramos algo más que dos extraños obligados a compartir un apellido.

Se giró hacia mí.

No tenía espacio para huir.

Ni distancia que amortiguara el peso de su mirada.

—¿Eso crees? ¿Que somos solo eso?

Su voz era grave, suave. Un hilo de acero cubierto de terciopelo.

Mi cuerpo, el traidor, reaccionó primero. El corazón me latió tan fuerte que pensé que se notaría.

—¿Y qué más podríamos ser? —repliqué, con una valentía falsa que apenas me sostenía.

Me observó como si pudiera desarmarme con los ojos.

Y tal vez podía.

—Una trampa no deja de ser mortal solo porque te gusta estar dentro de ella —murmuró.

Tragué saliva.

No supe si hablaba de él, de su familia… o de mí.

—¿Eso es lo que soy para ti? ¿Una trampa?

—No —respondió, con lentitud—. Tú eres la parte que no puedo controlar.

Y eso me jode más de lo que debería.

Estuvimos en silencio unos minutos, escuchando el golpeteo de la lluvia sobre el techo del ascensor. Y entonces, sin previo aviso, habló. No como el Viktor que ordena. Sino como el hombre que ha estado cargando algo demasiado tiempo.

—Mi familia… —inició, y hubo una pausa que se sintió como una respiración contenida—. Nunca ha sido una opción. Ha sido una jaula. Dorada, sí. Pero sigue siendo una cárcel.

—Podrías irte.

—No. No funciona así.

—¿Porque el poder es adictivo?

—Porque el poder tiene un precio. Y el nuestro… fue tu sangre.

Me congelé.

No entendí. O no quise entender.

—¿Mi sangre?

Él se acercó. Me obligó a mirarlo.

Ya no había juego en sus ojos.

Solo un cansancio antiguo. Como si hubiera estado huyendo toda su vida de una verdad que ahora me arrastraba a mí.

—Tu padre… me debe una vida.

Sentí que el aire se me escapaba. Como si alguien me hubiera vaciado los pulmones de golpe.

—¿Qué estás diciendo?

—Que esto nunca fue al azar. Que firmar el contrato, casarnos, todo esto... no fue casualidad.

—No… —di un paso atrás. Las paredes me detuvieron—. No puede ser.

—Él me la ofreció. Te ofreció. Como pago. No con esas palabras. Pero cuando uno está en deuda con la mafia, no dice “no” al único que puede perdonarle la vida.

Me reí. Un sonido vacío. Histeria pura.

—¿Estás diciendo que soy una puta moneda de cambio?

—Estoy diciendo que tú... eras la deuda.

Y yo, el cobrador.

Lo odié.

Con todo lo que tenía.

Lo odié por decirlo así. Por no haberme dejado vivir en la mentira un poco más. Por romperme sin tocarme.

—¿Y qué más me ocultas, Viktor? —pregunté con la voz rota—. ¿También mataste a alguien por mí? ¿También me seguiste desde la cuna?

No respondió.

Y ese silencio fue peor que cualquier confesión.

Quise pegarle. Quise besarlo.

Quise desaparecer.

Pero en vez de eso, me quedé ahí.

A un centímetro de él. Sintiendo cada latido de su pecho, cada nota de su respiración.

Y entonces, él susurró:

—No te elegí por lástima. Ni por obligación.

Te elegí porque te vi…

Y supe que si no lo hacía, me pasaría la vida buscándote en el rostro de otras mujeres que jamás serían tú.

Eso me partió. Me rompió en átomos.

Porque era cruel. Y hermoso.

Y exactamente lo que una parte enferma de mí quería oír.

—¿Y ahora qué soy para ti? —pregunté con los ojos llenos de rabia y lágrimas.

—Una maldición que no quiero romper.

Y entonces, me besó.

Pero no como antes. No con ese deseo contenido de alguien que juega con fuego.

Esta vez fue una explosión.

Una confesión sin palabras.

Un grito ahogado entre labios.

Nos devoramos.

Con furia. Con desesperación.

Como si ambos supiéramos que después de esto no habría marcha atrás.

Mi espalda chocó contra la pared del ascensor. Sus manos en mi cintura, mi cabello, mi cuello. Yo lo agarré como si me ahogara y él fuera la única cosa sólida a la que aferrarme.

Fue un beso que dolió.

Porque no era solo deseo.

Era necesidad.

Era soledad compartida.

Era promesas rotas y verdades a medias y el sabor metálico de la culpa.

Cuando nos separamos, fue solo por falta de oxígeno.

Y porque si seguíamos, iba a romperse algo más que el silencio.

—Esto no cambia nada —susurré.

—Lo cambia todo —respondió.

La luz volvió en ese instante.

El ascensor se encendió con un zumbido sordo. Las puertas se abrieron con un gemido metálico.

Pero ninguno de los dos se movió.

Porque fuera de ese espacio, las mentiras volvían a tener forma.

Y yo aún no sabía si podía caminar junto a él sin querer quemarlo con mis propias manos.

—Vamos —dijo, con la voz quebrada—. Antes de que te odies por lo que acabamos de hacer.

—Ya lo hago.

Y aún así…

no lo solté.

Porque había algo peor que amar a un hombre peligroso.

Y era que ese hombre fuera la única verdad en medio de todas mis mentiras.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP