La ciudad nos recibe con una niebla espesa que parece saber demasiado. No hay sirenas, ni persecuciones a la vista, pero se siente como si nos estuviéramos internando en la boca del lobo con una sonrisa en los labios.
No hay más escondites.
Desde que cruzamos la frontera en la madrugada, el silencio entre Viktor y yo se volvió otro idioma. Uno que se habla con roces de dedos, miradas cargadas de palabras que no nos atrevemos a decir y una tensión tan densa que, si alguien nos tocara, explotaría.
Él conduce con una mano en el volante y la otra sobre mi muslo. No dice nada. No necesita. Ese contacto es su forma de decir “sigo contigo”, incluso si el mundo se está cayendo a pedazos bajo nuestros pies.
No vamos a la mansión. Vamos a un hotel de lujo disfrazado de anonimato. Uno donde las paredes son gruesas, las miradas discretas y el lujo se disfraza de refugio.
Esa misma noche asistimos a la reunión. Un salón subterráneo, whisky caro en vasos de cristal grueso, miradas que cortan como c