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El silencio era un peso insoportable que se extendía por toda la casa, como si cada rincón respirara en calma, a la espera de que la tormenta estallara. No había ni un ruido que perturbara esa quietud tensa, ni siquiera el tic tac del reloj parecía romper la atmósfera enrarecida. La luz era tenue, la penumbra se deslizaba sigilosa por los pasillos, y yo me sentía atrapada en un espacio suspendido, entre el miedo y la certeza de que nada volvería a ser igual.

Mi mirada se posó en el teléfono, que seguía encendido en mi mano, y no pude evitar sentir un escalofrío recorrer mi espalda. El video que había empezado a circular en los círculos clandestinos, en esos rincones oscuros donde las reglas las pone el poder y la violencia, mostraba algo que yo misma apenas podía reconocer: a mí, disparando a un atacante con una mezcla de desesperación y frialdad. La imagen era tan cruda como reveladora. No había duda de que estaba defendiendo mi vida, pero para ellos, para la Bratva, yo ya no era una
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