La puerta de su habitación está cerrada, pero no con llave. Siempre deja esa rendija abierta como si, en el fondo, esperara que fuera yo quien entrara. No Mikhail. No los guardias. Yo. El hombre que la puso en este mundo oscuro y que ahora, paradójicamente, es lo único que intenta protegerla de él.
Empujo la puerta despacio, sin hacer ruido, como si ella no supiera que ya estoy aquí.
Ariadne está sentada al borde de la cama, con la espalda erguida y los puños sobre las rodillas. No me mira al entrar. Sus ojos están clavados en el suelo, donde la alfombra aún tiene manchas secas de la noche del rescate. Sangre. De uno de los hombres que intentó matarla. Que yo maté por tocarla.
—Estás aquí —dice sin emoción—. Pensé que vendrías antes.
—Y si lo hubiera hecho, ¿habrías querido verme?
Levanta la mirada. Sus ojos están apagados, como si el brillo se le hubiera escapado por alguna fisura invisible que no sé cómo cerrar. Y aún así… aún así, es hermosa de un modo cruel. De ese modo en que sol