Berlín, Alemania
Emilia
El silencio dentro del auto es tan espeso que podría cortarse con una navaja. No hay música, no hay palabras, solo el ronroneo constante del motor y el zumbido de mi respiración, que intento controlar sin éxito. Mi corazón late como si quisiera escapar. Como si supiera que estoy a punto de regresar al lugar donde, hace apenas unos meses, mi mundo se derrumbó por completo.
La mansión de Viktor. Mi prisión disfrazada de palacio.
La idea me aprieta el pecho como si de un ladrillo se tratara. Cierro los ojos un segundo, tratando de encontrar algo de aire, pero en lugar de calmarme, la imagen de Gerda aparece en mi mente. Su mirada cortante y su voz filosa cada vez que me hablaba, como si yo fuese algo que se le pegó a la suela del zapato.
Luego viene Helena. Helena y su maldita indiferencia. Esa forma silenciosa de demostrar su desdén, como si con solo mirarme pudiera dejarme claro que yo no pertenecía allí. El estómago se me revuelve. Me arde. Las manos me sudan s