Fernando
No pude dormir en toda la noche. Me giraba de un lado a otro en la dura cama, escuchando el canto de los grillos y el repique lejano de la vieja campana del campanario cada hora. Cerraba los ojos y ahí estaba ella… su rostro, sus labios, su mirada sorprendida, sus mejillas encendidas cuando me miraba.
Sofía.
Desde que llegó al convento, todo mi mundo se había puesto de cabeza. Y ahora, después de lo que sucedió en la ducha… Dios mío, ¿qué estoy haciendo?
Suspiré, frotándome los ojos con frustración. Era domingo, no tenía labores obligatorias hasta la misa de las siete, pero no soportaba estar acostado. Me sentía como un maldito pecador, sin derecho a la paz.
—Bueno… —dije en voz baja, mirando el crucifijo sobre mi cama—. Así sea domingo, me levantaré temprano.
Me incorporé, el frío de la madrugada golpeó mi pecho desnudo y me estremecí. Busqué mi toalla, mis sandalias y mi muda de ropa limpia. Salí de la habitación con pasos silenciosos por el pasillo, evitando el rechinar de