Sofía
Cerré la puerta con suavidad después de que el padre Fernando se marchó. Me quedé apoyada contra la madera fría, con el corazón retumbando como un tambor africano. Dios mío… ¿qué me pasa con este hombre?
Respiré hondo y cerré los ojos, tratando de calmarme. Escuché sus pasos alejarse y conté mentalmente. Uno… dos… tres… hasta llegar a diez minutos completos.
Abrí los ojos y sonreí como si fuera Tom Cruise en Misión Imposible. Me giré rápido, busqué mis sandalias y salí en puntillas de la habitación, pegada a la pared, mirando hacia todos lados. Si alguien me viera en este momento, pensaría que planeo robarme el cáliz de oro del altar.
Avancé sigilosa por el pasillo, esquivando el rechinar de las tablas sueltas. Mi cabello iba recogido en un moño mal hecho y mi bata de dormir volaba a mi paso. Llegué al baño, miré a la izquierda, luego a la derecha, y volví a mirar a la izquierda. Todo despejado.
—Perfecto… —susurré triunfante mientras cerraba la puerta con doble llave y me apoya