FERNANDO
Me desperté antes de que sonara el primer canto del gallo. Y no, no es una metáfora. Literalmente, ese condenado gallo de la hermana Teresa canta a las cuatro de la mañana, como si creyera que somos parte de su corral.
Me quedé unos segundos mirando el techo de mi celda… bueno, habitación, intentando no quedarme dormido de nuevo. Cerré los ojos. Respiré hondo. Los abrí. Y ahí estaba, el mismo techo de siempre. Suspiré.
—Bueno, Fernando —me dije en voz baja—. Hoy es el gran día. Hoy no serás sacerdote… hoy serás gladiador.
Me reí solo, casi con ganas de toserme la risa, porque si el padre Sebastián me escuchaba diciendo esas cosas, seguro me pondría a rezar veinte rosarios de penitencia.
Me levanté y me estiré. Sentí que cada hueso de mi espalda tronaba como una rama seca. Caminé arrastrando los pies hasta el baño. Abrí la ducha, el agua fría me golpeó y casi me saca un grito digno de película de terror. Cerré los ojos, intentando relajarme, pero lo primero que vino a mi ment