—¿Cómo amaneció mi princesa? —resonó en aquella habitación roja, adornada con alfombras persas y con las chimeneas encendidas en cada esquina, como si el fuego mismo vigilara la escena.
Isabella estaba allí, encadenada de muñecas a un pesado sillón de madera tallada. Su rostro, normalmente sereno, estaba bañado en lágrimas. El jefe de la mafia se inclinó hacia ella con una sonrisa despiadada, sus ojos negros brillando con malicia.
—Por favor… no me hagas daño —suplicó Isabella, temblando y retorciéndose contra las cadenas—. No me toques, te lo ruego…
El hombre soltó una carcajada grave y cruel, que retumbó contra los muros.
—Eso, querida… —se inclinó más, rozándole el mentón con sus dedos enguantados—, depende enteramente de tu hermano. Si Amadeus entrega todo su poder a la mafia y me ayuda a aplastar a ese maldito Nathaniel, no solo vivirás… también lo harás intacta. Pero si se niega… —su voz se volvió un rugido—, te convertirás en el recordatorio de su fracaso.
Isabella ahogó un sol