Amadeus no esperó una segunda orden. Se lanzó contra el jefe con una velocidad descomunal, como un rayo blanco en la oscuridad. Sus garras chocaron contra las del lobo rojo y negro en un estallido de chispas y sangre. Los primeros golpes fueron brutales, secos, cargados de todo el peso de su historia.
—¡Esta tierra es mía! —rugió Amadeus al impactar un zarpazo directo al pecho de su enemigo, haciéndolo retroceder varios metros—. ¡Yo soy el único Alpha de estas tierras!
El jefe gruñó, pero antes de responder, Amadeus le asestó otro golpe, esta vez directo al rostro, rompiéndole parte del hocico y bañándolo en su propia sangre. —¡Por mi hermana… por cada lágrima derramada! —añadió, con un nuevo embate que lo estampó contra una columna de piedra.
La manada del jefe intentó intervenir, pero Nathaniel, en su forma lobezna oscura, se interpuso como una sombra letal. Cada lobo que intentaba acercarse caía con precisión quirúrgica: sin gritos, sin titubeos.
El jefe, tambaleante, trató de rein