El eco de los pasos de Elena resonaba por los pasillos del hospital, un sonido hueco que se mezclaba con el olor metálico de los desinfectantes y la luz blanca del amanecer.
Había dejado atrás a Amadeus, su mirada, su voz, su herida… y con ello, un pedazo de sí misma que sabía que no podría recuperar. El silencio la acompañó hasta la salida, y cuando abrió la puerta principal, el aire fresco de la mañana la golpeó con la crudeza de la realidad.
Nathaniel la esperaba junto al coche negro que la trasladaría a la mansión. No dijo nada; simplemente le abrió la puerta.
Durante el trayecto, ninguno de los dos habló. Afuera, la ciudad despertaba lentamente, pero dentro del vehículo todo era quietud. Elena mantenía las manos entrelazadas sobre su regazo, observando el reflejo de su rostro en la ventana. No parecía la mujer que había ganado una guerra legal, sino alguien que acababa de perder una parte esencial de sí misma.
Al llegar a la mansión, la esperaban los sobres sellados del juzgado.