Crepúsculo Carmesí

Nathaniel regresó a la Mansión Gray con la noche clavada en la espalda y la sangre del reloj marcando cada minuto que quedaba. El aire del sótano olía a desinfectante y a vendajes recién cambiados; la luz era tenue. Liam yacía todavía recostado en la misma silla donde lo había dejado, vendado y débil, pero con los ojos despiertos y cargados de resentimiento.

Nathaniel no perdió tiempo en sentimentalismos. Se detuvo frente a él y, con la misma frialdad con la que había encarado al lobo en la fortaleza, dejó sobre la mesa una cartera gruesa que hizo caer en un pliegue de cuero con un sonido seco. Cuando la abrió, Liam pudo ver cientos de billetes ordenados en fajos.

—Desaparece —dijo Nathaniel sin más ceremonias—. De la vida de Elena. De la ciudad. De los lobos de la mafia. Vete a donde nadie pueda encontrarte. Toma esto y cómprate la noche que te quede.

Liam lo miró con furia. La afrenta quemaba en su voz: —¿Me pagas por huir? ¿Me reduces a un mercenario que vende su silencio por papel
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