El video seguía abierto en la pantalla, detenido justo en el momento en que Ethan asentía. El hombre enmascarado —con el escudo de Salvatore Holdings detrás— lo autorizaba con un simple gesto. Ni una palabra más. Solo ese leve movimiento de cabeza que sellaba el destino de una mujer que ni siquiera sabía que ya había sido elegida.
—¿La traemos al juego?
No una mujer.
Una ficha.
Una jugada.
Un engranaje en una maquinaria silenciosa.
Yo era eso.
No la esposa.
No el corazón que él decía cuidar.
Solo una herramienta. Precisa. Discreta. Mortal, si se afilaba lo suficiente.
No lloré.
No grité.
Me quedé sentada frente al espejo, con la luz tenue de la habitación proyectando sombras largas en las paredes. Mi reflejo me devolvía una imagen extraña. Los ojos verdes, rodeados de insomnio. El pelo desordenado. La piel blanca, tensa. Los labios sellados por una verdad demasiado afilada.
Ya no era Zoe Castelli.
Ya no era Zoe Salvatore.
Era otra.
Una versión de mí que ni siquiera Ethan habí