Lo que más temía no era que Derek me encontrara. Era que, cuando lo hiciera… yo no tuviera la fuerza para no escucharlo. Porque él no hablaba con gritos. Ni con amenazas. Hablaba como un dios que te ofrece la salvación… a cambio de que dejes de ser humana.
La cita llegó por un mensaje anónimo.
Coordenadas. Hora. Silencio.
Una galería de arte cerrada en el centro de la ciudad de Ginebra. Afuera, la noche había caído con esa calma que siempre precede a una tormenta. Las farolas lanzaban conos de luz dorada sobre el pavimento húmedo. Cada paso resonaba en mis oídos como si caminara hacia algo definitivo. Quizás lo era.
Adentro, la penumbra olía a aceite de lino, pintura fresca y secretos antiguos. Las paredes estaban cubiertas de obras en tonos violentos: rojos que sangraban, negros que atrapaban, rostros distorsionados por un dolor sin nombre.
Y él.
Un único hombre, de pie frente a un cuadro. Mostraba a una mujer rodeada de fuego, pero sin una sola quemadura en la piel. Inmune. O conden