ZOE
El sol apenas se asomaba sobre Nápoles cuando Dante me llevó a un pequeño gimnasio improvisado en un sótano bajo su casa. El olor a sudor y cuero viejo me golpeó, pero también me despertó, como si mi cuerpo recordara un lenguaje que mi mente había olvidado. Aquel lugar era un santuario para él, y ahora, también para mí.
Me observó mientras me colocaba los guantes de entrenamiento, sus ojos oscuros clavados en cada uno de mis movimientos. No había palabras, solo la intensidad de dos almas que se reconocían en la guerra y en la calma.
—¿Lista para empezar? —preguntó con una sonrisa que contenía promesas y advertencias.
Asentí, aunque por dentro sentía un torbellino. No sabía si podía confiar en mis músculos, ni en mi mente, pero sabía que tenía que intentarlo. Porque Ethan me quería rota, sumisa, un archivo inerte. Y yo, a pesar del miedo, quería ser todo lo contrario: fuego vivo, impredecible.
Dante comenzó a enseñarme los golpes, los movimientos básicos, y algo extraño ocurrió. Mi