Capítulo 50: El precio de la sangre

El plan se puso en marcha al anochecer, cuando las sombras largas de las torres de vigilancia se tragaban el patio. La Directora Carmenza, furiosa por el desorden pegajoso de café y documentos en su oficina inmaculada, y temiendo que el olor a humedad atrajera una inspección sanitaria inminente, rompió su propio protocolo de seguridad. No llamó a los conserjes habituales. Llamó al personal de limpieza de más confianza, aquella que tenía acceso a las llaves maestras: La Cobra.

La Cobra entró en la oficina con la cabeza baja, empujando el carrito de limpieza. El aire olía a estrés y café rancio.

—Limpia eso. Y rápido —ordenó Carmenza, señalando la mancha en la pared junto al espejo—. Tengo una conferencia con el Ministerio en cinco minutos.

Mientras La Cobra fingía limpiar meticulosamente la alfombra y el marco dorado, sus ojos de depredadora vieja recorrieron el espacio. El espejo de cuerpo entero, brillante y ornamentado, era el punto focal de la habitación, colocado estratégicamente
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