El plan se puso en marcha al anochecer, cuando las sombras largas de las torres de vigilancia se tragaban el patio. La Directora Carmenza, furiosa por el desorden pegajoso de café y documentos en su oficina inmaculada, y temiendo que el olor a humedad atrajera una inspección sanitaria inminente, rompió su propio protocolo de seguridad. No llamó a los conserjes habituales. Llamó al personal de limpieza de más confianza, aquella que tenía acceso a las llaves maestras: La Cobra.
La Cobra entró en la oficina con la cabeza baja, empujando el carrito de limpieza. El aire olía a estrés y café rancio.
—Limpia eso. Y rápido —ordenó Carmenza, señalando la mancha en la pared junto al espejo—. Tengo una conferencia con el Ministerio en cinco minutos.
Mientras La Cobra fingía limpiar meticulosamente la alfombra y el marco dorado, sus ojos de depredadora vieja recorrieron el espacio. El espejo de cuerpo entero, brillante y ornamentado, era el punto focal de la habitación, colocado estratégicamente