Al día siguiente, el sol brillaba con una ironía cruel sobre el patio de cemento.
Valentina salió del aislamiento, parpadeando ante la luz. Se paró sola en el centro del patio. Había ganado respeto por su brutalidad en la cocina, sí, pero el respeto es frágil. Aún no era la dueña.
El murmullo de las reclusas cesó. El mar de uniformes grises se partió en dos, como las aguas ante un depredador mayor.
Una mujer de unos treinta años avanzó hacia ella. Su uniforme estaba ajustado a medida, prohibido por el reglamento, y su cabello era de un rubio platino impecable, un lujo imposible en prisión. Caminaba con una arrogancia innata, flanqueada por dos guardaespaldas que hacían que "La Bestia" pareciera una niña.
Era La Reina.
Se detuvo frente a Valentina, masticando un chicle con lentitud, mirándola de arriba abajo con ojos de hielo.
—Así que eres la nueva perra brava del Señor Valente —dijo La Reina. Su voz era melosa, suave, pero cargada de una amenaza implícita que hizo que las reclusas ce