Mundo ficciónIniciar sesiónSofía se quedó mirando la puerta cerrada, el clic suave todavía resonando. “Cuídate”, había dicho. Palabras automáticas, serenas, como todo lo que salía de ella ahora. Viktor se había ido, y el silencio de la mansión cayó como nieve pesada.
El fuego en la herida de la espalda latía, recordatorio vivo. Dolía moverse, dolía respirar profundo. Pero el dolor ya no la rompía. Lo aceptaba. Lo guardaba. No durmió. El sueño no venía cuando la mente daba vueltas. Se levantó despacio, la bata cayendo suave, y salió de la habitación. El pasillo estaba oscuro, guardas en las sombras que la ignoraron. Bajó las escaleras con pasos silenciosos, atraída por la puerta entreabierta de la biblioteca. Entró. El aroma a papel y cuero la envolvió otra vez, como un abrazo que nadie le daba. La luz de la luna entraba por el ventanal, plateada sobre las estanterías. Caminó entre ellas, dedos rozando lomos. No buscaba prisiones ni castigos esta vez. Buscaba... olvido. Algo que no doliera leer. Encontró una sección baja, casi escondida: libros con portadas coloridas, desvaídos por el tiempo. Cuentos para niños grandes, romances disfrazados de fábulas. Uno la llamó: “Enamorada de mi Coronel”. Portada simple, una mujer curvy en uniforme militar, un hombre alto y fuerte mirándola con ojos que no eran crueles. Lo tomó. Se sentó en el sofá amplio, piernas recogidas, manta sobre los hombros. Abrió la primera página. Era la historia de Ela, una cadete gordita y valiente en una academia militar. Todos se burlaban de su cuerpo, de sus rollitos bajo el uniforme, de sus muslos que se rozaban al correr. Pero ella no se dejaba. Enfrentaba a los instructores, demostraba su puntería perfecta, su estrategia impecable. Y el coronel... el coronel estricto al principio la castigaba con burlas, con horas extras humillantes. Pero poco a poco... se enamoraba. De su fuego. De su cuerpo real. De su Ela. Sofía leyó página tras página, la luz de una lámpara tenue iluminando las palabras. Ela no era como ella. No tragaba en silencio. Respondía. Desafiaba. Y el coronel... al final se disculpaba. De rodillas. La quería tal como era, gordita y todo. Un deseo lejano pinchó en el pecho de Sofía. Un sueño imposible. Querer a un hombre así. Un militar fuerte que la viera, que se disculpara por cada burla, que la besara con amor en lugar de desprecio. Que dijera “eres perfecta para mí” en vez de “juguete de talla grande”. Las marcas ardían con cada movimiento al pasar página, pero ignoró. Leyó sobre el primer beso en el campo de entrenamiento, sobre noches secretas donde él la tocaba con ternura, no con castigo. Sobre cómo Ela lo hacía rogar. Sonrió leve, amargo. Ella no era Ela. Aún no. Quizás nunca. Pero leerlo... leer que una gordita como ella podía ganar, podía ser amada... era un bálsamo en la herida abierta de la espalda. Leyó toda la noche. Página tras página, hasta que los ojos pesaron. El libro abierto en el pecho, se durmió acurrucada en el sofá, luz del amanecer filtrándose, cara serena como niña que sueña con finales felices. Viktor volvió antes de lo esperado. Negocios cortados por un tiroteo menor, herida superficial en el brazo que ignoró. Entró a la mansión silencioso, buscando a Sofía para... ¿qué? ¿Descargar rabia? ¿Ver si seguía callada? La encontró en la biblioteca. Dormida en el sofá, libro en el pecho: “Enamorada de mi Coronel”. Página abierta en el capítulo donde el coronel confiesa amor, arrodillado. Viktor la miró largo. Cara relajada, lunar brillando bajo la luz matutina, marcas rojas asomando. Parecía... inocente. Pequeña. Como si el dolor no la tocara en sueños. Algo picó fuerte. Negó con la cabeza, vodka de la noche anterior todavía en sangre. La sacudió del hombro. —Despierta. Sofía abrió los ojos lento, confundida, libro cayendo. Viktor lo tomó, leyó el título. —¿Esto lees ahora? ¿Cuentos de princesitas gorditas y coroneles enamorados? Ella se incorporó, voz serena. —Esperanza —dijo bajito—. Algo que aquí no hay. Él soltó una risa seca, pero ojos en la página abierta. —Ilusa. Pero no tiró el libro. Lo dejó en la mesa. —Ven. Madre al teléfono. Cinco minutos. Sofía se levantó, herida latiendo. —Mija... ¿estás bien? Sofía miró a Viktor, él asintió. —Sí, mamá. Todo bien. Charlaron poco. Medicinas, hermanos. Viktor escuchaba, impaciente. Al colgar, Sofía susurró. —Gracias de verdad. Él se acercó —No gracias. Cumplo contrato. Pero sus dedos rozaron la herida de la espalda, leve, como si quemara tocarla. Sofía no se apartó. —Un día... quizás cumplas más. Viktor retiró la mano rápido. —Vete a leer tus cuentos. Ella subió, libro en mano. Viktor se quedó, mirando la portada. Enamorada de mi Coronel. Ridículo. Pero no lo tiró a la basura. A la mañana siguiente, Viktor entró a la habitación de Sofía sin golpear, traje impecable, expresión neutra. Ella desayunaba la bandeja simple, aceptando en silencio. —Hoy te llevo de compras —dijo seco, como si fuera orden militar—. Centro comercial Black Diamond. Lo rento todo el día. Solo para ti. Sofía levantó la mirada, sorpresa leve. —¿Compras? Él asintió, evitando los ojos. —Viajamos en tres días. A Moscú. Negocios. Necesitas ropa adecuada. Irina te acompaña. Spa, uñas, cabello, lo que quieras. Almuerzo ahí. Todo pagado. Ella parpadeó, el recuerdo de la correa latiendo en la espalda como advertencia. ¿Regalo o control? ¿Castigo disfrazado o... algo más? Aceptó. Ahora solo aceptaba para no provocar problemas. —Bien —dijo calmada. Viktor la miró un segundo más de lo necesario. —No preguntes por qué. Solo ve. La llevó en el Mercedes negro, Irina (la sirvienta mayor) al lado. El Black Diamond era un edificio de ventanas tintadas, lujo absoluto, tiendas privadas que abrían solo para ellos. La dejó en la entrada, beso rápido en la frente que sorprendió a los dos. —Portate bien —murmuró—. Llego por ti al final. Se fue, dejando a Sofía con Irina, el corazón latiendo confuso. Compras. Lujo que nunca se había dado. ¿De compras? siempre se imaginó a una muñeca vestirse de lo que sea, pero nunca ella, mucho menos con los gorditos que le remarcan, sin embargo, esta vez ella podrá tener la oportunidad de elegir algo a su medida y a lo que posiblemente pueda ser de agrado para su cuerpo. Pero también recuerda... la herida de la correa recordaba que nada era gratis, y que quizá pueda hacer algo malo, quizá algo que ella elija no le agrade a Viktor, que quizá llegue a un restaurante y no conozca los verdaderos modales, y que no confía mucho de aquella sirvienta, pues puede que ella le ponga quejas de su comportamiento, y puede que este día ni siquiera sea para relajarse de verdad.






